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La conmemoración del Primero de Mayo trajo a mi memoria recuerdos personales, pero sobre todo fue un motivo para reflexionar sobre el estado de los trabajadores en general, y sobre todo de los que lo hacen en el régimen del trabajo asalariado. Meditar sobre el papel paradigmático que se le asignó a los trabajadores a lo largo de los siglos XIX y XX como agentes revolucionarios para la construcción del socialismo, o el jugado para construir los que se pueden considerar los mejores tiempos del Estado benefactor, que se instaló a partir de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial en 1945, son referentes indiscutibles para percatarnos, prácticamente de bulto, de cómo en los últimos lustros ha retrocedido la actuación de los trabajadores, de sus organizaciones sindicales y partidarias, y también en el ámbito de la cultura política.

Sólo para decirlo metafóricamente, los trabajadores dejaron de ser la fuerza motriz de las grandes transformaciones y hoy ya nadie seriamente puede postular al proletariado como el sujeto revolucionario de la sociedad, algo así como el pueblo escogido por un Marx profeta. Son, a lo sumo, dos piezas de una mitología que se hundió junto con las supuestas patrias del socialismo donde –como en la extinta Unión Soviética– sin duda alguna jugaron un doble rol: una existencia retórica, casi idílica, en el plano de una ideología falaz y traicionera y la más descarnada explotación y subordinación de que se tenga memoria, incluido en esto, para efectos de comparación, los grandes países capitalistas. No digo que esto no se supiera de tiempo atrás y hay estudios con nivel de erudición que nos hablan de esa clase obrera de carne y hueso, no la libresca que nos vendieron los partidos socialistas y comunistas en el mundo. Esto debe entenderse sin demérito de algo profundamente valioso e históricamente demostrable: tras de la conquista de innumerables derechos hoy vigentes, estuvo el aporte de la fuerza del trabajo y no es mérito menor. Pero de ahí a que eran los artífices de un futuro mejor, donde a nombre del proletariado se tomaría el poder, o bien el sujeto de las grandes transformaciones, hay un gran abismo.

Pero no fuimos a la búsqueda de un desengaño en esta materia. Ni siquiera cuando estos mitos cayeron pasaron a la historia de manera sin provocar grandes daños en la vida de los hombres y las mujeres. Tan grave por sus consecuencias fue dejar atrás esto, que los beneficiarios simplemente invirtieron los roles y ahora el prototipo paradigmático es el empresario. De él vendrá todo, sin él no habrá nada; y es usual en todo tipo de retórica neoliberal, simple y llanamente olvidarse del papel importantísimo del trabajo. Y si el tema tuviera que ver exclusivamente con el discurso, no habría problema. Éste se genera cuando todos los derechos de las mujeres y los hombres que se desenvuelven al interior de las pequeñas, medianas y grandes empresas (algunas grandes corporaciones internacionales) de una parte han hecho hasta lo imposible para que el Estado no juegue ningún papel regulatorio, arbitral o simplemente que tome compromisos a través de grandes pactos sociales para prodigar la justicia social. Quienes así piensan –y de hecho han tenido todo en la mano para ejecutarlo– sostienen el más mínimo de los mínimos estados, que a la hora de la hora ponen frente a frente un trabajo asalariado totalmente precarizado frente a los designios de corporaciones capitalistas más poderosas incluso que algunos estados en su totalidad. Quiero decir, un liniero contra Slim. Y a la ausencia de Estado ha sobrevenido la vulneración plena de los derechos, colectivos e individuales.

En ese plano, vemos el gran retroceso que se sufre por la ausencia de reales sindicatos: con datos para 2013, valorados por la Universidad Autónoma Metropolitana, prácticamente 1 de cada 10 trabajadores de la Población Económicamente Activa pertenece a un sindicato aquí en México, y la caída en el sector manufacturero tiene una baja brutal entre 2007 y 2012 y a pesar de que de acuerdo a la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, dice que existen 2 mil 682 organizaciones sindicales, federadas o confederadas, el hecho de que haya habido exclusivamente 54 huelgas nos dice que dichas agrupaciones se podrán dedicar a todo, menos a hacer valer y prevalecer los derechos de los trabajadores. ¿Quiero decir que debiera haber muchas huelgas en México? Sin duda alguna, porque si le damos un vistazo a los servicios médicos del IMSS, lo primero que nos preguntamos es: ¿dónde están los que defienden a los trabajadores? Si vemos los salarios, de igual manera nos damos cuenta que aún los mejores que se otorgan en el país están por debajo de los estándares internacionales. Se ha adelgazado la contratación colectiva, diferencial de acuerdo a las posibilidades de las empresas; la regulación del salario mínimo es una caricatura que causa risa, la justicia laboral está en manos de la corrupción y de los gánsgters, y si usted cree que la jornada laboral de 8 horas se respeta, está en el más absoluto error, porque ahora se trabaja por encima de ese tiempo, los empresarios han convertido a las hermanas, tías o abuelos de los asalariados en las mejores guarderías gratuitas. No se respeta la hora de salida y se ha caído en un destajismo desenfrenado, la prestación por salario extraordinario es inexistente, sobre todo en el área económica de los servicios o sector terciario. Gran parte del trabajo es femenino, por tanto discriminado y con todos los abusos imaginables. Escasamente el reparto de utilidades se respeta y al lado de la opresión propia de la relación capitalista del trabajo, se da la de que se padece un control sindical aberrante, como el que vemos en la industria maquiladora aquí en Chihuahua, bajo la hegemonía de la CTM.

Tan graves están las cosas que los que hace unos años estaban aspirando a asaltar el cielo con los obreros como agentes, ya se conformarían con que se cumplan los viejos postulados del artículo 123 de la Constitución General de la República, tal y como salió del Congreso Constituyente, porque es bien sabido que con cada reforma laboral, la de 1931, la de 1970 y las últimas que nos trajeron la polivalencia y el outsourcing, el pacto social surgido de la Revolución ha quedado atrás, distante, perdido.

He sostenido a lo largo de los últimos años que hay una insurgencia que le falta a México: la insurgencia de sus trabajadores, movimiento que veo rodeado de dificultades por el atraso en que vive la clase obrera, por el hartazgo que ha tenido con el sindicalismo oficial, que lo traslada a un asco por todo sindicalismo, por la decepción con la transición democrática habida en México, que ha dejado al trabajo a merced de los liderazgos que estructuralmente se construyeron cuando empezó la edad corporativa. Muchos cambios electorales, e incluso la alternancia panista, vinieron y se fueron, y los herederos de Fidel Velázquez y Elba Esther Gordillo, al igual que la Puerta de Alcalá, ahí están, nadie los ha tocado, casi parecen eternos.

Las mujeres y hombres del trabajo, sobre todo sus núcleos más avanzados, deben plantearse, a mi juicio, los nuevos retos de jugar un protagonismo en la gestión de sus propios intereses de clase, aunque este término se oiga antigüito; buscar nuevas formas de organización, renovar el sindicalismo, dejar de tener miedo a la política y celebrar pactos sociales con representantes en el estado para que eso se traduzca en innovaciones legislativas y políticas públicas realmente redistributivas, pugnar por un visible estatus en esta sociedad. No es el socialismo de entonces, pero ya quisieran muchos.

Tema central es qué hacer con el corporativismo. La Constitución ya lo proscribe para la conformación de partidos políticos, pero el PRI es la mejor muestra, con su “sector obrero” de que descree de tal cosa, incluso la Suprema Corte de Justicia tiene una postura para abrirle puertas a la organización sindical pro intereses de los trabajadores. Pero frente a todo esto, nos encontramos que hay una barrera infranqueable, a la vieja escuela, de empresarios y hombres del poder político que no tienen en su mente ningún deseo de prosperidad que no se finque en la abolición de todos los derechos para quien sólo vive de su trabajo. Dicen que no es cierto, pero mienten, y basta ir a cualquier sitio para darse cuenta que en el centro de este idílico paraíso neoliberal, está el inmaculado empresario, el de todas las virtudes y ningún defecto, casi casi como aquel proletariado que Marx llamó una clase social con cadenas radicales, que al liberarse iba a emancipar a la humanidad toda. Ese mito no prodigó los beneficios que nos prometió a todos, un mundo mejor; hizo daño donde se instaló a nombre de Marx y traicionándolo. El empresario de hoy ha conjugado en su poderío control de la economía, del aparato estatal y, si bien no ofreció absolutamente nada, ahí está dominando sólo para demostrar que por más que edifique con ausencia de buenos cimientos, a la postre lo único que está buscando es un derrumbe de grandes dimensiones. Porque nunca se podrá prescindir del trabajo y éste tiene derechos muy legítimos.