Los saldos que viene dejando César Duarte en el estado de Chihuahua contradicen en la realidad su discurso de campaña en pro de su alter ego en los medios de circulación nacional: un estado color de rosa frente a una entidad en la que un día cualquiera la ciudadanía se encuentra con que su policía no puede circular por falta de gasolina, o que más de una docena de patrullas están yonqueadas y que su sistema de Pensiones carece de medicamentos, entre otras maravillas por el estilo.

No puede ser menos digna de una patología –la mitomanía le es algo consustancial– el que el cacique mayor pretenda a esta hora de su declive bien ganado tratar de remontar la derrota y una sentencia popular adversa sobre su administración, una que por cierto volcó en personalísima por su muy conocida arrogancia y ambiciones perversas.

El estado en que Duarte ha dejado a Chihuahua no tiene parangón. Lo peor de todo, como en la patología referida, la cual algún especialista podría tipificar acertadamente si se lo propone, es que no le importa. Como parece que ocurre en la mente de muchos criminales, no le importa la suerte que corran los chihuahuenses, víctimas no sólo del deterioro que dejó en casa (él ya no permanece aquí), sino de las heridas que tal vez tarden, como dicen los médicos legistas, más de quince días en sanar, y esas ya son graves. Duarte es ese conductor irresponsable que atropella a los peatones y en lugar de brindarles asistencia huye del lugar para no afrontar las consecuencias de sus actos. Luego, cuando se revela lo que ha hecho, trata de poner cara de yo no fui, bueno, sí, pero fue sin ver; ya ve que ahora está de moda que los gobernantes del PRI hagan destapes espectaculares sobre sus culpas y se pongan a derramar públicamente las de cocodrilo para provocar alguna conmiseración.

En fin, todo indica que de aquí a octubre seguiremos viendo el mismo culebrón: César Duarte y su camino, nada terso, hacia la perdición. ¿Quiere adivinar el final?