Mi más reciente entrega de la revista Claves de la Razón Práctica (No. 246) me llegó como anillo al dedo para apoyar este artículo que versa sobre la corrupción política. En la portada de la publicación que dirige el filósofo español Fernando Savater se destaca el titular “Cuando huele a podrido”, seguida de la frase “La corrupción como cáncer de la democracia”. En otras palabras, la temática ocupa el lugar central de la edición con cuatro textos por los que responden los pensadores Manuel Villoria, Fernando Jiménez, Andrés Herzog y el propio director que nos recuerda la vieja conseja de que la corrupción de los mejores es la peor de todas, estén en la política, la industria, los negocios, la banca, las fuerzas de seguridad y hasta la mismísima iglesia católica, aquellos que con una posición de poder tornan la oportunidad de favorecer a la comunidad en una compleja actividad de saqueo, que transgrede a su paso tanto a la moral como al derecho, en última instancia a la persona y a la sociedad entera.

El repaso que se hace en los textos nos aporta, sin duda alguna, elementos para visualizar lo que es la corrupción y su lacerante realidad (“… es abuso de poder para beneficio privado, directo o indirecto. Cuando a una persona se le otorga poder para que lo use en beneficio del grupo que se lo cede fiduciariamente y, traicionando la confianza, lo usa para beneficiarse directa o indirectamente, estamos ante un supuesto de corrupción”). Villoria nos recuerda a un notable pensador que se preguntó el por qué los españoles no han reaccionado contra la corrupción hasta que han sufrido los efectos de la crisis económica, no obstante que la patología apuntaba evidencias manifiestas. Y eso no es lo más grave en su opinión, sino que pueden llegar, cuando la crisis se va superando o paliando, nuevas vendas que cubren los ojos para no ver la corrupción. Repasa indicadores y se cuestiona el rango de sistémico que tiene el fenómeno, aportando desde luego ideas, como el universalismo ético, para acabar con el sesgo de los programas gubernamentales que indefectiblemente terminan en el clientelismo.

Es significativo que los españoles, de tiempo atrás, hayan puesto el acento en la necesaria despolitización de la administración pública, para evitar partidarismos que drenan recursos y apoyos a la propia clientela en la que soportan su reproducción en la propia democracia y las elecciones apalancadas en el erario. Al igual que lo que ha sucedido en México, aborda el tema de cómo los electores tienden a castigar a los corruptos, como ha sucedido aquí con gobernadores del corte de Padrés, Medina, los dos Duarte y Borge, como ejemplos típicos de delincuencia política.

A mi juicio, Fernando Jiménez, cuando separa las hojas del rábano, borda en un tema que nos es cercano: los errores que se suscitan al combatir la corrupción; él se refiere a tres que se asocian a la difícil tarea. Aquí lo medular es cómo eludir vías incorrectas, errores muy comunes que no debieran estar presentes a la hora de aprovechar una oportunidad para ir minando la corrupción, creciente fenómeno.

El primer error, aquí en México tiene carta de ciudadanía: se llama desatención, y los más ilustrados lo denominan lampeducismo, en referencia a la notable novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El gatopardo, memorable por postular que todo cambie precisamente para que todo siga como está, igual. El lampeducismo sería un género de la desatención, porque hay que estimar que gobiernos enteros simplemente no hacen nada; en cambio, en esta variante, se simulan acciones pero en realidad no se va al fondo. Recordemos como ejemplo la “renovación moral de la sociedad” que alentó el presidente Miguel De la Madrid, de 1982 a 1988, “renovación” de la que emergió lo más corrupto que ha tenido el país en la era salinista, a la que se adosan de manera completa tanto Fox como Calderón. Mucha retórica y nulos hechos; mucho ruido y pocas nueces.

La segunda falla tiene que ver con confundir las consecuencias del mal con sus causas, y de ahí a la proverbial copia de arreglos institucionales que se adoptaron en otras latitudes y que se creen válidos en la propia tierra. Es la creencia ingenua que se asocia a la instauración de arreglos constitucionales o legislativos a los que, por ensalmo, se cree que sobrevendrán los correctivos. El autor reseña cómo en otras partes se han adoptado códigos de conducta anglosajones y luego cómo se diseñan en una realidad distinta. Puede ser que en Hong Kong o en Singapur haya buenos intentos, pero eso no significa que se puedan extender a otras realidades, en mérito de lo cual se deben atender los complicados procesos históricos y políticos que condujeron a los mismos, para tomar esto como norma en el sitio mismo donde se busca la cura. No hay un poder taumatúrgico si no pensamos, nos señala el autor, en los operadores concretos que manejarán y en los contextos sociales específicos los remedios más eficaces.

El tercer error es importante y desgraciadamente nunca se visualiza, generando un terrible problema en la forma de entender como un conocimiento sólido el fenómeno que nos ocupa: la corrupción no es una enfermedad, sino el síntoma de un mal mayor. Es el tipo de orden social al que hay que hacerle frente, no simplemente porque se trata de una operación para extirpar un tumor –los gobernantes corruptos– para que el cuerpo social se recupere. En otras palabras, “la solución no está en sustituir a unos gobernantes corruptos por otros que, llegado el momento, se comportarán conforme a las mismas reglas de juego: ‘Ahora nos toca a nosotros’. Los pocos países –advierte Jiménez– que han conseguido un control más eficaz de la corrupción, han conseguido esta meta construyendo un nuevo orden social basado en reglas de juego muy diferentes”. En ese sentido, se priva a los programas de toda lógica clientelar, desterrándose particularismos y favoritismos, pero para que esto suceda se requiere que quienes gobiernan, a resultas de una consulta electoral, no conciban a la sociedad y al cuerpo ciudadano como el león dormido al que hay que despertar cada tres o seis años, sino al portento que se traduzca en que “cada vez haya más gente en nuestro país convencida de que este es el único camino y actúa concertadamente en la persecución de esta meta”. En otras palabras, sin una ciudadanía siempre presente y siempre activa, no habrá frutos que degustar y menos qué presumir.

Cierra la cuarteta Andrés Herzog con una reflexión harto desalentadora: para él no es verdad que a los españoles preocupe la corrupción, y cambiando lo que haya qué cambiar, podríamos decir lo mismo de los mexicanos. Al respecto, las últimas elecciones desmentirían la afirmación, pero no del todo; y no está de más visualizar que en las encuestas, sondeos y estudios se suele mentir “como bellaco”, o nos engañamos a nosotros mismos, o se participa cínicamente de esa hipocresía generalizada. El autor lo dice con todas sus letras y así lo cito: “En realidad, lo que le preocupa al español medio no es la corrupción en sí, sino más bien el no poder beneficiarse directa o indirectamente de la misma, o de su variante light, el amiguismo”. Su conclusión es aterradora: “… nadie se parece más a un corrupto que la persona que lo vota”, así se esgriman para defender esto los más sofisticados conceptos de la soberanía popular.

En España, como en México, parece normal votar a políticos corruptos, revalidando en algunos casos mayorías electorales. Pongo un ejemplo: un gobernador corrupto, como Patricio Martínez, obtuvo votos más que suficientes para dormir plácidamente hoy en su curul senatorial, sin más tarea de verse que treparse en una reja de manzanas o vociferar contra un tratado de aguas, a sabiendas de que tanto la manzana como el flujo del Conchos seguirán beneficiando a nuestros vecinos allende el Bravo. El autor recomienda el castigo en las urnas, como el que se abatió el pasado 5 de junio en Chihuahua y en el país. Aquí con un líder con trayectoria y compromiso, pero en Veracruz con otro francamente impresentable, como Miguel Ángel Yunes.

La corrupción se alimenta de la ausencia de medios de comunicación que la cuestionen de manera cotidiana y al respecto tiene toda la razón el señor Herzog cuando nos dice que hoy tiene más repercusión pública un tweet que la presentación de todo un proyecto legislativo, de lo cual es causa, también, la “colonización” que hacen los partidos políticos de la sociedad.

Hoy que habrá un renuevo en la administración pública habría que tomar en cuenta las valiosas observaciones que nos hacen estos pensadores, si nos hacemos cargo de que es frecuente que la corrupción conduzca a gente poco cualificada a los puestos de importancia. Herzog lo dice y lo replico para que se oiga aquí y ahora: hay que “avanzar hacia una mejor democracia, en la que el Estado de Derecho se respete y las instituciones funcionen, lo que exige despolitizarlas y profesionalizarlas, lo que desgraciadamente no se conseguirá sin una ciudadanía exigente, políticamente implicada, intolerante hacia la corrupción, el amiguismo, el clientelismo y la mentira”, o sea, como lo ha intentado Unión Ciudadana en Chihuahua, que se preservará, con todas sus limitaciones y modestias, como una organización no gubernamental, ya que hemos visto, como nos dice Savater, que “los partidos políticos no persiguen realmente la corrupción, sólo denuncian la de sus adversarios como parte del torneo electoral”. Por eso, no hay como desde afuera.