Después de los sucesos del 22 de junio, frente al Palacio de Gobierno, afloró el síndrome que padece de manera crónica el cacique mayor, César Duarte. Él, y nadie más que él, decidió mantener una valla metálica que se extiende por todo el perímetro del palacio, abarcando la que otrora fuera parte de la calle Libertad y de la que él se apropió, quizá por el rencor que le tiene a esa palabra. Podríamos decir que se guareció de sí mismo, que finalmente puso una frontera acerada con la sociedad a la que siempre despreció, que se encerró en el lugar cuyas puertas evidenciaron la cerrazón de un autoritarismo detestado por la sociedad chihuahuense. Detestado como nunca.

No sin frustración escribo esta nota, porque previo a su redacción busqué en el diccionario de la Real Academia Española la entrada “trochil” y no la registra la venerable institución de la que tanto se burló, con agradable humor, el legendario Nikito Nipongo en sus Perlas japonesas. Después de esa búsqueda me lancé sobre el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana, de Joan Corominas, y mi desaliento creció ante la ausencia y me sentí francamente decepcionado de Francisco J. Santamaría, que tampoco recoge este popular concepto en su Diccionario de mejicanismos. Finalmente el alma me volvió al cuerpo cuando la encontré en el Wickcionario, en internet, con la siguiente definición: “Chiquero de puercos, especialmente en el norte de México”. Aunque hay autores de diccionarios de regionalismos, creo que no se ha hecho un buen estudio de este concepto, no obstante que solemos ser afectos a chicharrones, carnitas, morcón y temblorosos, morcilla, moronga, y no se diga a vituperar con un concepto de uso popular, ahora sí que despreciado por los mejores diccionarios de habla hispana.

Pues bien, el palacio está convertido en un chiquero y ahí está la valla acerada que lo circunda, para que se sepa bien el tufo de corrupción que se concentra en tan breve espacio de la ciudad de Chihuahua. El común de la gente se pregunta cuál es la finalidad de enchiquerar el palacio, si para que nadie entre (cosa que ya se vio no se intenta de tersa manera) o para que nadie salga. Las historias de los palacios las quieren marcar los poderosos que pasan por ellos. Patricio Martínez, con su sueño de faraón, deseó convertirlo en su propia pirámide, y casi redujo el inmueble a una ocupación del diez por ciento, cuando que en el pasado era una especie de casa común de los chihuahuenses, no obstante el autoritarismo de los años dorados del PRI.

En cambio Duarte, al armar su corralito con barras de acero, lo que nos está diciendo es que se ha atrincherado de un lugar que demencialmente considera de su absoluta propiedad. Además intocable, porque en él se dan cita los integrantes de la piara que le han ayudado a hacer de un cargo público el pivote de la corrupción, de la corrupción que precisamente despide olores propios del trochil.

Si me acojo a las buenas recomendaciones del periodismo español, tendría que reconocer que nada justifica el empleo de la zoología política para cuestionar a un gobernante. Pongamos por caso: así no podríamos decirle a Duarte, que se cree zorro, que es reptil jurásico, ni que es carroñero como los buitres, y mucho menos marrano, sobre todo porque este concepto, además de todo, tiene un origen que lo liga a los cristianos conversos, y él, que se sepa, no es converso de nada, sino priísta de la más pura cepa. En otras palabras, lo que se quiere decir simplemente es que no nos referimos al bicho que está dentro, el contenido, sino el continente que lo soporta. Y ese sí, por ser una simple cosa, lo catalogo de trochil y me permite hablar del síndrome de sus actuales moradores.

Ahora que se usa hablar tanto de sintomatologías, pues ahí está una que César Duarte adoptó con regusto y para que todos los chihuahuenses que transitan por el centro de la ciudad, vean que se hizo de merecida casa. Vaya finalmente mi reclamo a la RAE por haber dejado huérfano este texto que pudo ser más agradable, estéticamente hablando.