Lo menos que podría hacer a estas alturas el cacique mayor es guardar las formas, mostrar algún interés republicanamente aceptable. Hacer política, pues. Ni siquiera ha pretendido fingir la imagen de estadista que en un tiempo se construyó entre la prensa afín a sus intereses económicos. Pero no, ni eso. Y en su negativa se revela el empacho: quiere lanzar sus zarpazos hasta el último instante y se antepone a sí mismo como el único objeto de salvación, porque en medio del naufragio los que lo vitoreaban ahora lo abandonan.

En lugar de concentrarse hipócritamente en la transición con los panistas que tanto detesta, el cacique chihuahuense mantiene a todo vapor una campaña para tratar de corregir su desprestigio. Acantonado desde la mitad de su sexenio en la Ciudad de México (a Chihuahua sólo acude por mero protocolo y a tomarse la foto), Duarte anda tocando las puertas de los medios capitalinos para exculparse ante un auditorio que ya lo juzgó y lo condenó antes que la PGR. Y ahora sí que por todos los medios busca autoenmendarse la plana de unos cargos por corrupción que le pesan como una losa.

Pero además lo hace mal: con Denise Maerker se hizo bolas y terminó enlodándose más con su propia lengua, así como a su operador financiero, el secretario de Hacienda, Jaime Herrera. Después, el día de ayer, con el grupo Milenio y con Radio Fórmula se proyectó, como luego se dice, con toda la víscera posible, saliéndose por la tangente y acusando de su desgracia a medio mundo (panistas y priístas incluidos). Lo peor de todo es que se ufana: “Yo no iré a la cárcel”. Si se fija, lo dice con una seguridad nerviosa, por cierto. No podía ser de otra manera: el aeropuerto con mayores destinos en el mundo se encuentra en la capital del país y no en Juárez o Chihuahua. César Horacio está imposibilitado pero se quiere ir limpio, y según su propia versión, como un incomprendido tanto dentro como fuera del PRI.

Más allá de los “amarres” que supuestamente realiza con su amigo, el secretario de Desarrollo Social, José Antonio Meade, con miras al 2018 (¿en serio estará pensando en el 2018?), Duarte quiere vendernos una imagen de tranquilidad que ya nadie le compra. Desde finales de 2014, Duarte es prácticamente un cadáver político. Para el otoño que se avecina ya no habrá quedado nada del patriarca.