Cuando Carlos Fuentes publicó en 1958 La región más transparente, la Ciudad de México, su verdadera protagonista, era precisamente eso, una urbe que en los hechos no padecía los altos índices de polución que actualmente registra. Treinta años después, la zona metropolitana del Valle de México comenzó a sufrir las consecuencias de nulas medidas correctivas ante la enorme expansión vehicular y los cada vez más largos tramos de recorrido, entre otras grandes causas que hoy han sumido en un caos ambiental a la megalópolis mexicana.

Fue a mediados de los 80 cuando se crearon campañas para inhibir la migración hacia la Ciudad de México (en la década previa se intentó otra cosa con aquello de Una familia pequeña vive mejor), y hasta el cine recibió los apoyos suficientes para convocar a no seguir poblando más el entonces llamado Distrito Federal. El Ya no vengan para acá se convirtió incluso en una tonadita pegajosa que los de la periferia nacional veíamos con cierto asombro y con mayor despreocupación. No es por sentencia, sino por lección histórica y hasta por lógica que a las urbes del país, en su proporción, les esté ocurriendo lo mismo, a pesar de tener menor interés mediático. Todavía hoy se puede percibir como una paradoja que los gobiernos neoliberales, tanto del PRI como del PAN, en medio de esas campañas antimigración, mantuvieran la filosofía de alentar el abandono rural a cambio de satisfacer, con supuesta mayor prontitud y falsa eficiencia, los servicios básicos de los nuevos colonizadores en las ciudades.

Si usted vive en algún lugar de la periferia de Chihuahua y se traslada a diario hacia su centro de trabajo en otro punto distante de la ciudad, desde cierto ángulo puede observar una “ligera” capa de contaminación que puede ser sorprendente pero que casi a nadie le preocupa. Y lo mismo ocurre en otras ciudades, como Juárez. Es posible imaginar entonces que nuestra región más transparente esté tomando ya la senda de la polución en una etapa de indiferencia. Y si a eso le suma la densa capa del incendio que se registró desde la noche del lunes, controlado por los bomberos con ayuda de la lluvia, pues el problema, aunque pasajero, se complica.

La indiferencia social y las malas prácticas gubernamentales en torno al tema han tenido consecuencias desastrosas, y para muestra el botón referido de la CDMX. Si los niveles de preocupación gubernamental van a ser parecidos a los que tienen sumida en la crisis ambiental a la gran urbe, conjeture usted nada más qué podría ocurrirnos (en cierta medida ya nos ocurre) en treinta años como habitantes de la ciudad de Chihuahua sin la falta de prevención, sin sistemas de drenaje eficientes y con actitudes tan irresponsables como las de Marcelo Flores, el director municipal de Servicios Públicos, quien afirmó que el supuesto autor del incendio en el relleno sanitario de nuestra polis es una persona que “padece de sus facultades mentales”. Cierto o no, el argumento armoniza con las recurrentes excusas de los gobernantes que no se han comprometido con sus cargos y dejan pasar los males por impericia, por desinterés o por corrupción. Decir que una persona deficiente de sus facultades mentales prendió fuego al basurero es de una insensatez discriminatoria ya no digamos política, o siquiera administrativa para salvar el pellejo, sino de una imprudencia que nada le abona a la ya de por sí deslavada función pública municipal.

La desmesura del funcionario debe ser objeto de investigación, a pesar de que se diga que tienen registros de cámaras de (in) seguridad para, ahora sí, actuar en consecuencia, como él mismo dijo.