Lo que debiera ser un acto cívico de cara a la comunidad, reincidió en un frívolo y acartonado acto dotado de triunfalismo ramplón que reafirmó la esencia propagandista y catecúmena del duartismo como medida de todas las cosas en la política chihuahuense, con aspirantes a la alcaldía de Chihuahua cegados por el delirio de conquistar las primeras planas, por la ansiedad de ser el primero en decir que se es el primero, y dejar, paradójicamente, a la ciudadanía desprovista de información confiable e intenciones realistas para resolver los problemas de la ciudad.
Nadie ganó. Todos perdimos. Salvo para confirmar el talante de quienes se han mostrado de tal o cual manera en la publicidad, en el volanteo callejero y en los abrazos banqueteros a niños y viejitas, el erróneamente llamado debate no sirvió para nada. O para muy poco, porque los ciudadanos perdimos la oportunidad de ser testigos de una verdadera controversia entre las mujeres y hombres que disputan, por medio de spots, el poder municipal. Porque eso es y han sido hasta ahora los “debates”: una gran vitrina para exhibir todas las limitantes posibles a través de virtudes fabricadas en el horno de lo inmediato, de la coyuntura rauda y acrobática. La noche del pasado miércoles en el Centro de Convenciones, quizá algunos o algunas lo único que lograron fue mantener una congruencia histriónica, un desenvolvimiento más o menos argumentativo, pero insustancial. Nada más.
Será muy difícil que los candidatos y candidatas, sobre todo quienes dependan de los partidos políticos –que pecuniariamente tienen más que perder–, quieran en el futuro dejarle a la espontaneidad, a la controversia, a la disputa, a la argumentación sustentada en información confiable –característica del verdadero debate– la guía de sus comportamientos públicos frente a la ciudadanía. La reyerta y la acusación facilona ya es lugar común y eso suele ser más popular, más taquillero.
Sin embargo, precisamente por todo eso, como consideran algunos, los debates ya hasta aburren. Los candidatos temen “perder” un ápice de estropicio. Ellos quieren aparecer impolutos, circunspectos, bien maquillados y acicalados, sin un cabello fuera de lugar, sin un rostro fuera de foco, sin sombra, sin tropiezo. Quieren, en esos pocos minutos que les concede la encorsetada fórmula del duartista Instituto Estatal Electoral, ser lo que la gente prácticamente ya conoce de ellos y ellas en la calle. Y terminan siendo lo que no son, es decir, lo que siempre han sido. Como si el “debate” fuese la cabina telefónica de Clark Kent en la que en un abrir y cerrar de ojos sale convertido en Supermán.
Ni siquiera dan la oportunidad de que el ciudadano y la ciudadana expresen sus opiniones sobre el “debate” y se adelantan a decir que “ganaron” esa exposición ampliada de sus volantes impresos. Ni siquiera para entonces –y quién sabe si después– se ha tenido la oportunidad de medir el porcentaje de la población que realmente estuvo atenta al debate. Esto, incluso, hasta podría darnos una idea del nivel de interés público sobre el actual proceso electoral y, si me apuran un poco, serviría hasta para ir midiendo los alcances del abstencionismo de todos tan temido.
Coincido con quienes apuntan que este formato llegó a su límite. Ya no más simulacros de debates. O le cambian de nombre a esta propaganda estrangulada o se deciden a construir algo más genuino, sin la ficticia e hipócrita preocupación institucional de equilibrar tiempos en los participantes para tratar de brindar un rostro más democrático, porque la verdadera democracia, en este caso, está en el propósito no en la cosmetología que tanto le gusta al IEE, que espolea el PRI y sus satélites y permite la domada oposición chihuahuense. Por lo pronto, el mal llamado “debate” prácticamente nos dejó como estábamos y se confirma que, contra toda lógica en un proceso electoral, en este monólogo de candidatos y candidatas, la ciudadanía nuevamente ha quedado al margen.
Yo no ví un debate. Cada loco con su tema que termina profuso, difuso y confuso.