antipolitica2-8ene2015

Leí en estos días un sugestivo libro del filósofo español Fernando Savater: ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía. Antes de participar en la fundación de Unión Ciudadana, revisé el tema a fin de convencerme, más de lo que estoy, de la necesidad de apelar al actor central de toda democracia que se precie de tal, actor olvidado, despreciado, denostado, en un país con un autoritarismo tan acendrado como el mexicano. Encontré que en efecto la ciudadanía –en la que están hombres y mujeres– tiene poca oportunidad de participar en la vida política, entendida como la capacidad de influir en las grandes decisiones que se toman desde el poder y que afectan por igual a todos: a los que están en los partidos y a los que están fuera de ellos, a los que participan por encima de la media o los indolentes.

Una primera revisión del asunto lleva a concluir que la ciudadanía no es algo que exista en abstracto, en un mundo de las ideas donde alcanza su máxima perfección. Tampoco es centro de imputación de todas las virtudes, en contraste con los políticos que representarían en este caso el polo contrario, la maldad. En la vieja perspectiva marxista, que idealizaba al proletariado con el bien y el supremo motor de la historia, el ciudadano no es el sustituto. Pero hagamos una precisión que subraya Savater: la ciudadanía democrática (para él este concepto es un pleonasmo) es el conjunto de derechos, deberes y garantías reconocidos por el Estado a cada uno de nosotros. Conviene subrayar reconocidos, no concedidos, no otorgados por ningún “dador” que desde lo elevado fija los derechos particularmente, ya que las obligaciones es frecuente que las imponga, en los estados modernos siempre con base en la ley, en las facultades expresas y no obedeciendo a la vieja idea del tributo monárquico. Lo que quiero decir es que nuestra calidad de ciudadanos deviene de lo que la Constitución establece como herramientas inalienables para participar en la sociedad como iguales, esto porque los autoritarios mexicanos, principalmente los del PRI, sostienen tanto en sus discursos, pero sobre todo en sus prácticas, la actitud de que son los que conceden generosamente los rangos en los que se pueden mover los ciudadanos y estiman como actos de munificencia lo que devuelven a la sociedad.

Esta última apreciación en buena medida es la negación de la ciudadanía, el muro que impide la construcción y consolidación de la misma. Los partidos políticos, a su vez, cuando se conciben como instrumentos para alentar proyectos de poder divorciados de la ciudadanía constitucional, contribuyen en gran medida a patrocinar el desprecio por la política, desprecio del cual se alimentan los tiranos, los déspotas y los autoritarios de todos los colores, estén donde estén. Por eso es moneda corriente tomar como un blasón el ser ciudadano y un baldón ser político. Pero esta visión, no lo perdamos de vista, aparte de errónea es peligrosa, porque conduce a la práctica de la antipolítica, de negar la importancia que precisamente tiene ésta para vertebrar las grandes decisiones sociales, civilizar el conflicto, permitir que se prodiguen los más preciados valores que una sociedad democrática puede tener, como son la tolerancia, la legalidad, la laicidad, la transparencia, la neutralidad de la administración pública y algunas otras que nos hemos tardado mucho en saborear los mexicanos.

Hoy, en este día, hacer antipolítica es ponerse de espaldas a una realidad y, quizá inconscientemente, hacer el servicio a los aparatos de los enemigos de la democracia, enquistados prácticamente en todos los rincones de la sociedad. De aquí pasamos a lo obvio: el ciudadano está hecho para la política, es político y su presencia o su ausencia va a tener efectos, las más de las veces no deseados, porque a final de cuentas en las sociedades democráticas se alcanza aquello por lo que se lucha y se batalla. La política, entonces, lo mismo puede estar en la asociación, el sindicato, el partido, la guerrilla, el barrio, en todas partes, y se tiene que modular de acuerdo a las condiciones en las que acciona la ciudadanía el conjunto de herramientas que el código básico le concede, en ocasiones en contradicciones antagónicas que hacen muy difícil la convergencia, siempre necesaria a fin de resolver lo que los opuestos pretenden y con la consabida transacción en la que se gana y se pierde, aunque ni una ni otra cosa sean para siempre, en un sistema de elecciones periódicas, competitivas y ajustadas a la ley, que no permiten que nadie se levante con todo, menos cuando se transgreden las reglas.

Pero hay en todo esto un momento, que es el que me interesa exponer en la coyuntura chihuahuense. Se trata de una lucha ciudadana contra una tiranía, contra un ejercicio de poder que anda de la greña con las normas básicas de la Constitución, contra una capa de poderosos que se aprovechan de su posición y aparentan un régimen constitucional, pero a resumidas cuentas es una especie de mafia parasitaria que aprovecha la oportunidad para enriquecerse, desentendiéndose de que todos los componentes del Estado se han instituido para beneficio de la sociedad, la población y los actores centrales que son los ciudadanos a los que Savater defiende, lo mismo de la ignorancia genuina que de la ignorancia interesada en hacer de la política, al final del día, la ocasión mejor para la perversidad.

Con tales premisas, la lucha contra una tiranía abriga en sus trincheras a ciudadanas y ciudadanos que constituyen un abigarrado mosaico de diversidad, a los con partido y los sin partido, los creyentes y los agnósticos, los hombres y las mujeres, en fin, a todos y todas los que ven en la tiranía el peligro de la frustración radical de la ciudadanía, prácticamente su desaparición. En tal sentido, lo que ha de quedar claro es que un movimiento social que se finque en la ciudadanía tiene para sí –si desea triunfar–, como arco de bóveda, que no es ariete ni instrumento de partido alguno, que la bandera de su autenticidad le otorgará su filo esencial y que logrado su objetivo de deponer al tirano y todo lo que él representa, le permite a todos volver a caminar por la senda de la ciudadanía en favor de aquello por lo que va a disputar al abrigo del Derecho, pero ya sin la amenaza constante del tirano que odia y destruye a ese actor con el que se nos llena la boca a todos pero que es frecuente que no le reconozcamos su centralidad: el ciudadano.

Cuando los ciudadanos luchan contra una tiranía y triunfan, la nueva diversidad se impone con una característica fundamental: todos habremos ganado, incluso los partidarios del tirano, porque ya no tendrán sobre sus espaldas el lastre que les representa el que todo lo quiere imponer.

El texto de Savater, finalmente, defiende con justeza que ser político, en sentido auténtico, no es nada insultante ni mucho menos pueril, más –subrayo de mi cosecha–, cuando ese político se hacer cargo de su esencia ciudadana. No quiero pasar por alto que el autor defiende a capa y espada que es preferible enmendar errores que linchar culpables, desentendiéndose de que hay situaciones extremas, como la mexicana actual, en las que los que cometen esos errores por principio están cerrados, de manera absoluta y hermética, a toda enmienda. De ahí que continúe reivindicando la vieja máxima del refranero filosófico de la Grecia antigua: considérate en guerra con el enemigo de tu pueblo. Y sí, porque hay en Méxio y en Chihuahua no tan sólo innombrables, sino también muchos inenmendables. Duarte, uno de ellos.