Hay un adagio del Derecho Romano que dice: “Esto quiere el rey, esto quiere la ley”. Eso funcionó al pie de la letra durante siglos con el poder absoluto de reyes y emperadores. Hoy se dice que somos países regidos por leyes y mucho hay de cierto. Pero también queda algo de aquel proverbio, sobre todo en la forma en que los subalternos del poder Ejecutivo atienden los preceptos y normas legales. Cada presidente de la república, cada gobernador o alcalde, tiene a su mando un ejército de funcionarios y un buen número de ellos se esfuerza por quedar bien con el jefe. Y como el mundo de las apetencias es tan exigente y variado como el universo de las tentaciones, muy pronto el rey en turno verá que sus deseos pueden ser gozosamente satisfechos con tal que los exprese o los confíe a sus más allegados. Así se van tejiendo los compromisos, así se forjan las complicidades.

Y esto que sucede al interior de los ámbitos de la administración pública, aconteció en el terreno de la sociedad política. Cuando México comenzó su transición de un sistema político con un partido (el PRI) que monopolizaba el poder, a un régimen con participación de varios partidos, se reorganizó el tejido de fuerzas políticas estructuradas para la competencia electoral y el eventual reparto de puestos públicos entre ellas. O sea, la democracia mexicana estableció nuevas reglas para que los desacuerdos políticos y sociales pudiesen dirimirse y, tras las contiendas, alcanzar una armonía social. En este proceso, las fuerzas en juego (los partidos, pues, y los grupos de presión y de interés) fueron desprendiendo de las instituciones privilegios y regímenes especiales que desequilibraron la equidad y abrieron la puerta a distorsiones de la democracia misma, hasta asentar un predominio cerrado de organizaciones políticas (la partidocracia, en síntesis). Lo que fue monopolio del poder de un partido transitó al monopolio de varios partidos, y en sus mutuas negociaciones y componendas se han deslizado nuevas formas de corrupción, de arreglos y complicidades.

De alguna manera, entraron a la escena el vicio y la traición tomados de la mano. Lejos de limpiarse el quehacer gubernamental, se amplió el alcance fangoso de la corrupción, pues, “muchas veces se suelen perder los hombres por el camino mismo que pensaban remediarse”. Por todo esto, ahora tenemos en Chihuahua un cacique que funge como gobernador, cuestionado y acusado penalmente, otro día sabemos de un jefe delegacional en México que recibe en préstamo una Cherokee de la empresa inmobiliaria beneficiada en su administración; mañana tendremos un nuevo caso y, según parece, así seguiremos. “Que cada zorra guarde su cola”, dice el refrán. Pero ante esto, sólo la persistente vigilancia ciudadana favorecerá la sanidad en los asuntos públicos.

Y para hacer frente a estos vicios engendrados por la corrupción política, en Chihuahua ya comenzamos con el movimiento Unión Ciudadana. El movimiento se constituyó inicialmente, como ya se sabe, el 28 de noviembre en la ciudad capital del estado. Y justo el pasado viernes 9 de enero, en ciudad Cuauhtémoc, ante un nutrido Auditorio de las Tres Culturas, y a pesar de las inclemencias del clima, cientos de personas escucharon los discursos de Francisco Barrio, Víctor Quintana, Javier Corral, Martha Beatriz Córdova y Jaime García Chávez, además de ciudadanos y líder de esa región. Próximamente estaremos en la Ciudad de México, ante chihuahuenses que viven en el Distrito Federal, y luego en Ciudad Juárez. Unión Ciudadana, como se ve, está en marcha…