El jueves terminó en cenizas Jorge Ramírez, el político engreído, que alguna vez pensó que su jefe César Duarte lo podría llevar a la gloria y más allá. Quizá opte, en imitación del tirano, por desaparecer de la escena pública y convertirse en un prófugo más de la justicia. Pero se va y no se va: aquí se quedan Gabriel Sepúlveda y la caterva de “oxigenadores” que lo acompañan y que tarde o temprano también los alcanzará el brazo de una justicia, que espero de alta calidad. Es una historia que hoy tiene un capítulo de circunstancia, pero que está lejos de terminar.

El presidente del Tribunal Superior de Justicia del estado, el escolástico trasnochado, Pablo Héctor González Villalobos, alcanzó a decir: “es doloroso”, como corresponde a todo buen católico que hace de la piedad virtud bajo sospecha, y, según los filósofos, una farsa. 

Le duele esto pero no la miseria de poder que encabeza, por obra y gracia de Javier Corral, que en estos menesteres siguió el librito de los últimos doscientos años, justo al que agregó un capítulo César Duarte. Quizá el recuerdo de esto es lo que le provoque dolores al presidente González.