Asistí ayer 28 de enero a una manifestación a exigir justicia para Enrique Servín Herrera, víctima de la violencia y el odio en Chihuahua. Los organizadores hicieron un esfuerzo grande que erogó bienes materiales aportados con gran generosidad y también emociones y sentimientos profundos. Dejaron una estela en la plaza para el perenne recuerdo del poeta sacrificado. Quedó a un lado de la Cruz de Clavos y es otro memorial que reclama justicia, función preterida por un gobierno que ni sabe, ni quiere garantizar el altísimo derecho a la vida sin el cual difícil resulta imaginar cualquier otro.

La sociedad está invertebrada y el Estado ausente, algunos piensan que fallido y otros que es canalla porque da pésames con puntualidad, ofrece investigar y aplicar la ley para salirle al paso a la circunstancia con palabrería y engaño y, un día después, aún fresco el funeral, olvidar el compromiso. Es ya una historia que se ha repetido una y mil veces. ¿Hasta cuándo? Lo que seguiría, al paso que vamos, es convertir la Plaza Hidalgo en un cementerio, un cementerio real, porque de alguna manera ya lo es del horrible feminicidio.

En la manifestación me dediqué buen tiempo a observar los rostros, las caras y las actitudes. A las sonrisas que brotan de ver viejos amigos, la constante es que todos eran esencialmente rostros rígidos, de enfado, de dolor acunado en el alma, de dientes que se aprietan con tal presión que pueden fracturarse. Vi muchos rostros quemados por las lágrimas. Vi “El Grito” de Edvard Munch recorrer las calles de Chihuahua. Éramos pocos, pero éramos. Somos. 

Ningún político en el poder salió de los palacios a dar una explicación. No lo merecemos. Ellos piensan, hoy como ayer, en reacomodarse en el poder y que de lo demás se apiade un dios que a mi ver también es complaciente y tiene por representantes a clérigos perversos que no van más allá de pedir resignación, cobrar estipendios y abogar por una ética propia para esclavos y siervos, sin redención posible. 

Saludé el valor de los que salen a la calle a cambiar el curso de esta historia de violencia, truculencia, anomia e incuria gubernamental y lamenté por los más que se quedan inertes en sus casas y no saben sacrificar ni treinta minutos que pueden llegar a marcar un viraje para todos, en justicia en todo aquello que eleva, por encima de la miseria y el cretinismo, la condición de humanidad que tenemos por ser depositaria de la dignidad, sin la cual no hay valores tangibles, reales, palpables. 

Ayer fui testigo de que la apuesta es por la cultura. En el futuro pocos recordarán el nombre del gobernador y nadie el de los diputados de papel de estraza; pero miles recordarán a Enrique, al “guardián de las palabras”, que en su tiempo y con su obra troqueló su propia apuesta por lo mejor que hay en este atormentado país y en especial de sus pobladores que vienen de tiempos lejanos y que se les distingue por la reputación alcanzada con creces de originarios, porque lo son. Servín Herrera lo comprendió como pocos entre nosotros, lo supo y fue consciente a fondo de su hondura en el conocimiento de sus propias palabras, pocas quizás pero arraigadas a profundidad, porque en parte son producto de haber padecido –y padecer– la esclavitud y las servidumbres ancestrales y recientes.

También fui a esa demostración en mi condición de abogado, y tal como se recomendó creativamente por parte de los organizadores, llevamos por “armas” libros para enfatizar a las fuerzas que brotan de la cultura. Seleccioné “Matar un Ruiseñor” de Harper Lee, que llevó al cine el director Robert Mulligan con el actor Gregory Peck como protagonista. Llevo en mi memoria que esa obra y esa película cambiaron de ruta a Víctor Orozco y lo llevaron de la Ingeniería al Derecho. 

Disculpen la digresión, pero es que reflexioné en lo difícil que es defender una causa que la sociedad no acompaña con sus compuertas abiertas: allá, en un ambiente pueblerino de región racista de los Estados Unidos, se escenificó un juicio que un abogado inteligente, tenaz y comprometido con el derecho, demostró que a este se le utiliza como una caricatura vulgar al servicio de los racistas, inventores de culpables que sabían inocentes. El odio racial era tal que no se detenía ante nada, ni ante el crimen artero de un inocente que no cometió delito alguno, salvo ser negro. Ahí el fondo del odio, que muchos no comprenden en estos casos. 

Aquí ante nosotros las letanías de la impunidad son el anuncio de que la justicia se olvida y no llega. Dicen, casi como robots, “protegimos la escena del crimen, la precintamos, llevamos el cadáver al servicio forense”, y justo ahí cae el telón. En el mundo del espectáculo el gobernante sale a dar el pésame, a poner cara de circunstancia y a ofrecer lo que no va a cumplir. La atrocidad se convierte prácticamente en un bloque de hormigón y punto. Es la escenografía de la muerte, el fracaso, la claudicación ante la búsqueda de Estado de derecho y la traición a una sociedad que un día confió y dio votos para nada o para engordar a la ya de por sí obesa clase política, decadente y holgazana.

En la calle me pregunté: ¿Hasta cuándo, Chihuahua? ¿Qué esperamos? 

Mientras haya quien se levante, así sean unos cuantos, un manojo de hombres y mujeres, hay esperanza; ojalá se comprendiera lo que una vez me dijo uno de mis hijos: hasta que leí “Matar un Ruiseñor” comprendí quién era mi madre y quién era mi padre, que me dieron vida y me restaron horas de su presencia. 

Recordando eso y siempre con ánimo ante la adversidad, fui a la convocatoria por Enrique Servín. Cito textual a Harper Lee en la idea de ese hijo que palpita y lucha. Para mi son palabras sagradas, no tienen desperdicio: “Quiero deciros solamente que en este mundo hay hombres que nacen para evitarnos los trabajos desagradables. Vuestro padre es uno de esos hombres”. 

Al disolverse la manifestación una voz me gritó: “Llora, Jaime, para que no te enfermes”. Me enrumbé a mi oficina y en el camino encontré ese alivio en mis ojos.