Las fiestas patrias, en particular El Grito, en menor o mayor escala, son la oportunidad de expresar la unidad entre mexicanos, donde quiera que estén. Pudiéramos catalogarlas como una especie de tregua en la que se olvidan las diferencias, las contradicciones y las pugnas políticas. Para la gente son días de fiesta, más allá de quién sea el gobernante que esté al frente de la república, estado o municipio. 

Por sus características, el primer Grito de Andrés Manuel López Obrador marca un hito no nada más porque el presidente gobierne valiéndose de los símbolos que hoy vemos por todos lados, aunque no tengan un contenido que dé perspectiva histórica a la solución de los grandes problemas nacionales. Pero vale rescatar el sentido republicano que hoy se le imprime al importante evento y eso vale, así sea poco. 

A contrapelo, gobiernos como el estatal de Chihuahua, o el municipal de Juárez, Corral y Cabada respectivamente, todavía están en las épocas del dispendio y la frivolidad, que sería lo de menos; lo de más es que pretenden engañar a la ciudadanía haciendo correr la especie de que tienen gran capacidad de convocatoria. No se dan cuenta que hay una inercia histórica que centrifuga a la gente en derredor de los gobernantes, recordando una gesta que nos otorgó la independencia política. Una tradición centenaria. 

Su convocatoria, si la medimos por otros eventos, es mínima, y crece cuando se presenta un elenco de artistas como Los Ángeles Azules o Julión Álvarez, porque la gente también va a divertirse. Desacralizar el poder es algo que no se vio por acá. Siguen de espaldas a estilos cercanos a la gente.