Lo he dicho en no pocas ocasiones: pretendo ser político defendiendo el sentido profundo y esencial de esa actividad. Y buscando sacar adelante propósitos de esa índole que no viene al caso reseñar ahora, me he ocupado en diversas actividades como orador, conferencista y he incursionado en el periodismo en varios de sus niveles y géneros. 

Cuando lo hago, y últimamente es frecuente, me guío por la máxima de Walter Lippman: “Decir la verdad y avergonzar al diablo”. Esta práctica no concita amistades, en un país en el que la amistad –lo dijo José Revueltas– es una ideología. También soy consciente de que con la vara que uno mide será medido. Todas estas son lecciones nada elementales y ya vemos cómo les va a los periodistas que trabajan a la sombra de estas divisas. 

Decía don Daniel Cosío Villegas que las columnas políticas, para ser penetrantes y persuasivas, deben llevar su dosis de “mala leche”, el aguijón de los Epigramas de Marcial, pues. Si no es así, poco atractiva es la lectura de los efímeros textos que a cada minuto circulan, no irrevocables porque ninguno lo es, mostrando, exhibiendo, poniendo ante los ojos lo que se cuestiona o impugna. Escribir para emitir loas y ditirambos a los poderosos, a los que creen serlo, para autocensurarse, para guardar silencio, es oficio de mediocres y mercenarios. 

Luego sucede que cuando uno escribe así le exigen que solicite perdones, que gestione indulgencias, que corrija, y otras lindezas que bajo la divisa de aclarar situaciones se proponen obtener del periodista la claudicación. 

No saben, o simulan que lo ignoran, que la mayoría de las veces una aclaración hunde más al doliente. Aquí viene una anécdota que bien lo explica:

Corrían los primeros años de la década de los setenta, cuando los estudiantes en lucha de la Universidad Autónoma de Chihuahua trabamos sólida relación con un director de periódico al que quisimos entrañablemente y que mucho nos enseñó para bregar en esa actividad. 

Nos contó que había una contradicción con una personalidad pública que tenía fama de ser homosexual (si hoy la homofobia es grande, imaginémoslo a mediados del siglo pasado y en una sociedad conservadora como la chihuahuense). Uno de sus columnistas, para ponerle picor a sus críticas, confundió a propósito en su redacción sobre el personaje el problema del género, de tal manera que se podía entender masculino o femenino. Clavó el venenoso aguijón, detestable, por cierto. Al día siguiente el ofendido se presentó a la redacción, encaró al director por la discriminatoria ofensa, advirtiendo que allá afuera del periódico la mofa en su contra había crecido y eso no era ni justo ni leal en una pugna política. Tenía toda la razón. 

El director escuchó paciente y con bonhomía accedió a sus ruegos sin gran dificultad, aclararía el hecho escrupulosamente. 

Después de escucharlo el reclamante y viendo que se abría el camino de la verdad, se concretó a decirle: “Muchas gracias, señor director, deje usted así las cosas”. Pidió respetuoso permiso y dijo adiós.

De entonces aprendí que la verdad sí avergüenza al diablo. No debe llevarnos, empero, a emplear argumentos discriminatorios. Senda que ya se abre.