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En 1955, los tres primeros concesionarios televisivos del país se fusionaban para crear Telesistema Mexicano, a la postre convertida en Televisa. Ese mismo año, en Londres, nacía Tim Berners-Lee, considerado el padre de la web. Ni uno ni otro sabían, en sus orígenes, el tremendo poder y el impacto que ejercerían en las sociedades contemporáneas, aunque seguramente se lo imaginaban. Sin embargo, hay algo que debió distinguirlos: mientras el pionero consorcio mexicano trabajaría para la acumulación de poder económico –y eventualmente político–, el científico inglés se perfilaba como el fundador y actual director del W3C, el organismo internacional que estandariza las tecnologías web y que, como parte de sus premisas originales, decidió que dichas tecnologías fuesen gratuitas para todos.

Menudea, a estas alturas, bibliografía sobre universitarios brillantes que después de algunos golpes de inspiración y esfuerzos decidieron poner al servicio de las personas, sin ánimo de lucro, el producto de sus desveladas. Además de Berners-Lee se puede citar, entre otros, a personajes como el finlandés Linus Torvalds, creador del kernel o núcleo para un sistema operativo muy popular en nuestros días y que surgiría con la fusión del proyecto GNU, creado a su vez por el neoyorkino Richard Stallman, iniciador del movimiento del software libre y uno de los primeros hackers del Laboratorio de Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), escuela donde se asienta la sede norteamericana del W3C. Sobresalen también los nombres de los mexicanos Miguel de Icaza y Federico Mena, creadores de un entorno gráfico de escritorio basado en software libre para sistemas operativos y distribuciones GNU/Linux, principalmente, y que es parte de la comunidad GNU.

Debido quizás a ese espíritu libertario, a la universalidad y gratuidad en la utilización e implementación de sus tecnologías es que la web ha tenido el efecto exponencialmente multiplicador que le caracteriza actualmente. Pero una cosa es la web y otra el internet. La primera, como se sabe, se refiere a la manera en que la información se comparte, basado, entre muchos otros, en lenguajes como el HTML; el segundo es la infraestructura masiva o conjunto de servidores interconectados en el mundo que permiten el intercambio de información a través de múltiples lenguajes o protocolos, como los utilizados por la web. El trabajo desarrollado por Berners-Lee y sus colaboradores a principios de los noventa provocó que Estados Unidos, que financiaba y sostenía la red, levantara su prohibición sobre el uso comercial de internet y se transitara, como se ha escrito en infinidad de biografías, “hacia un modelo de administración no gubernamental que permitiese, a su vez, la integración de redes y proveedores de acceso privados”.

Y es aquí donde se dispara el negocio: para que como usuario tenga sentido tener un navegador, un sistema operativo con software libre, una página web y una serie de servicios gratuitos como alojamiento de archivos, cuentas de correo o redes sociales, se requerirá estar conectado al internet, ya sea mediante el sistema telefónico, fibra óptica, de cable o satelital. Para contar con internet es necesario, hasta ahora, contratar los servicios de un proveedor. Pero si ese proveedor es un monopolio, lo que seguramente uno encontrará es precios altos, condiciones leoninas en el contrato, servicio limitado o escalonado (el mejor cuesta más) y, sobre todo, la petulancia de una empresa que, beneficiada por el poder político (el salinismo), impone sus criterios a millones de usuarios cautivos, convirtiéndose en uno de los más poderosos, arrogantes y caros del mundo. Claro que, con los años y al amparo sucesivo del poder político, otras empresas controladas por Televisa lograron equiparar al Telmex de Carlos Slim en la etapa “prerreformista” de Peña Nieto.

Del lado de la televisión la historia mexicana es igual, o peor. Por decirlo de algún modo, forman la parte más amarga del folclor nacional las frases atribuidas a lo largo de sesenta años a los tres hombres más visibles de la familia Azcárraga (recogidas por el escritor Fabrizio Mejía Madrid en Nación TV: la novela de Televisa) que mostraban el compromiso con el poder que desde entonces ostentaba autoritariamente el PRI: “No hay vergüenza ni negación: Televisa y el partido son uno solo”, “somos soldados del PRI y del presidente”, “la gente a la que no le gustan los monopolios es porque no tiene uno; a mí me encantan”, “si la dignidad de alguien se opone al interés de Televisa, que chingue a su madre la dignidad”.

No sólo los Azcárraga pronunciaban tales disparates que desnudaban toda su filosofía, también sus socios y allegados, como Miguel Alemán Velazco, llegaron a expresar cosas como esta: “Esta empresa (Televisa) es priísta. Si hay alguno de ustedes que no sea del PRI, que lo diga ahora y salga para jamás, óiganme: ja-más volverá a trabajar en la te-le-vi-sión”. Jacobo Zabludowsky, el predecesor de Joaquín López Dóriga en los noticieros y protegido de Emilio Azcárraga Milmo, condenó la resistencia civil del Chihuahua 86 con frases como las siguientes: “El fraude se hizo para defendernos de los gringos”, “quien se opone al partido (el PRI) es, de entrada, un antipatriota: ¡imagínense a la oposición gobernando un estado fronterizo!”.

Debido a esa reiterada complicidad es que Televisa –antes que Salinas hiciera lo suyo con Telmex y Slim– se consolidó en el monopolio televisivo que es hasta ahora, condición que ha tenido que compartir, negociadamente, en las últimas dos décadas con Ricardo Salinas Pliego y su TV Azteca. Es en este momento en el que puede citarse una de las frases más demoledoras –debido al contexto en el que se encuentra hoy la llamada reforma Televisa-Peña Nieto de telecomunicaciones– y proviene de Carlos Salinas de Gortari: “Televisa se planteó crear un presidente de México; fue sólo una sugerencia mía”.

Así, según parece, surgió Enrique Peña Nieto. Y ahora, a dos años de ocupar Los Pinos, el mexiquense quiere devolver el favor a la empresa que le otorgó, más allá de la metáfora, una esposa y un cargo privilegiado, el poder para querer controlarlo todo, todo.

Paradójicamente, con el poder de la imagen, de la palabra y de los megabits, los monopolios mediáticos mexicanos han influenciado a un país multifacético con una visión muy corta y unívoca sobre la cultura, las costumbres, la música, las preferencias sexuales, las opciones religiosas y, especialmente, las políticas. La importancia de desmantelar su control absoluto es para darle coherencia a esa pluralidad que los monopolios artificiosamente han negado paulatinamente. La lucha emprendida para enfrentar esas imposiciones se ha dado, precisamente, desde una postura política diferente a la que durante décadas han sostenido el PRI y Televisa. La reciente conformación del Frente por la Comunicación Democrática, encabezado pluralmente por el senador Javier Corral, por el líder moral del PRD, Cuauhtémoc Cárdenas, por el actor Daniel Giménez Cacho y por el poeta Javier Sicilia, entre otros artistas, activistas e intelectuales, representa uno de los grandes esfuerzos de estos días por hacer frente al autoritarismo del PRI restaurado, en la era del postdesengaño panista y la comparsa perredista.

Las demandas son simples para los remitentes, pero enormes de aceptar por los destinatarios, debido a la pérdida de poder que les representan: aprobar las leyes secundarias de la reforma en telecomunicaciones y radiodifusión significaría, entre otros aspectos, poner en riesgo varios principios normativos que hacen posible la endeble libertad de expresión en México y el derecho a la información, y representaría una carta abierta para que el gobierno federal intervenga, bloquee o censure sitios web con el pretexto de la seguridad nacional, además de echar abajo las radios comunitarias y mantener intactos los monopolios actuales, tanto en sus políticas tarifarias como en sus prácticas gangsteriles y de complicidad con el gobierno para intervenir el internet. Por eso se dice, entre los expertos, que si el Congreso de la Unión aprueba las leyes secundarias, la existencia y mediación del recientemente creado Instituto Federal de Telecomunicaciones no tendría sentido.

En 2011, en Estados Unidos, el activismo y la presión de ciertas empresas y de los usuarios en general que han encontrado en la red una herramienta democrática de expresión, echaron abajo la iniciativa de la llamada Ley SOPA (Stop Online Piracy Act, Acta de Cese a la Piratería en Línea) que pretextaba eso, evitar la piratería. En Europa ha habido intentos similares y las advertencias en México, hace unos años, pasaron casi desapercibidas, debido quizá a su tibia publicación en la prensa y al insulso tono de las reuniones que al respecto tuvieron los círculos más especializados y algunas comisiones legislativas. Para enero de 2006 internet alcanzaba los mil cien millones de usuarios. Al 2010, el 78 por ciento de los principales 500 servidores del mundo estaban basados en el software libre de GNU/Linux, según la IDC (International Data Corporation). El tema ya está sobre la mesa, al borde del precipicio. En la capacidad de organización y en la red ciudadana se encuentra el poder para derribar el poder desmedido de los monopolios. En las manos de los legisladores está el destino de una de las reformas más importantes para el país.

En 1991, Linus Torvalds, al crear el núcleo de GNU/Linux, tuvo la disyuntiva ética de vender su producto o donarlo al mundo. Con sólo presionar un botón se decantó por la segunda alternativa.