Se había tardado. Las crónicas periodísticas afirman que la presidenta municipal de Chihuahua rompió en llanto en el preciso momento en que agradecía a esos hombres y mujeres “que a diario luchan por hacer de Chihuahua una mejor ciudad comenzando en casa”. Nadie duda de las capacidades histriónicas de la alcaldesa, puestas al servicio de sí misma para conquistar en varias campañas los cargos públicos que ha ocupado, que por lo visto sí le traen dividendos, aunque por razones extrañas, también le acarrea pocos adeptos a sus arengas públicas.

Besar y abrazar niños, aunque parezca cliché de churro hollywoodense, aún se practica en tierras marujanas; hacer campaña con férula ortopédica, anunciar por Facebook que va en carretera a su encuentro con el Papa y endulzar sus intervenciones mediáticas es cosa común para María Eugenia Campos, quien a golpe de lágrimas ya ha rebasado lo gemebundo al infame exrector de la UACH, Enrique Séañez.

Llorar para conmover. En Chihuahua se usa el poder público para la provocación facilona, el sentimentalismo utilitario antes que la estrategia política seria y el respeto irrestricto a la Constitución que se juramentó respetar. Antes que a un Abraham González –que ya es mucho pedir y es tan del gusto del gobierno panista– tenemos entre nosotros a una Victoria Ruffo, la actriz de telenovelas que si bien se ha apoyado sentimentalmente en políticos, es más famosa por fortalecer la industria de la lágrima.

Ojalá los chihuahuenses no seamos protagonistas de una nueva edición de la “consagración duartista al sagrado corazón” ni nos levantemos un día de estos con un edicto de Palacio para suspirarle, gemirle y llorarle a Santa Maru en este valle de lágrimas.