Los procesos de elección son mecanismos de rendición de cuentas. Elegir, cuando menos en teoría, es la oportunidad de refrendar el desempeño de buenos gobiernos y por ende a los partidos en que se sustentan; también para castigar mediante la búsqueda de otras opciones a los gobiernos y, reitero, a sus partidos, que tuvieron un comportamiento ajeno a los intereses de la sociedad, así sea a los mayoritarios. Como es del conocimiento general, los próximos doce meses habrá elecciones en prácticamente la mitad de las entidades federativas y el ejercicio, sin duda alguna marcará el curso hacia el año 2018, cuando se vaya a un singular momento de refrendo o profundo castigo al regreso del PRI, hoy encarnado en la figura del atlacomulqueño Enrique Peña Nieto.
Revisando sumariamente la coyuntura encontramos un conjunto de hoyos negros que han de tenerse en cuenta para el trazado de proyectos de gran aliento democrático y de cambio en las condiciones materiales en las que se debate la inmensa mayoría de la población que ve un vertiginoso proceso de acumulación privilegiado en unas cuantas manos y la pobreza y desigualdad crecientes en prácticamente toda la república. En esa línea habría que apuntar el malestar profundo que se abate sobre la política y los partidos –se les ve como sinónimos de una maldad sin remedio–, la carencia de una conducción nacional en la búsqueda de la solución de los grandes problemas nacionales y su conexión en un mundo global, el divorcio entre la clase política y la sociedad, teniendo en aquella un ínfimo segmento que ha impuesto sus fines como si se tratara de los fines de todos. Nada más falso.
Tres analistas de primera del acontecer nacional –José Woldenberg, Héctor Aguilar Camín y Jesús Silva-Herzog Márquez– recientemente produjeron tres estupendos textos sobre el momento de México (Nexos, núm. 454, octubre 2015), que desearía que todos los mexicanos leyeran y los tomaran como motivo de una reflexión sobre el presente y porvenir de México. Son textos con profundidad, que no tienen el interés pragmático del que busca algo para sí, de los que están en la práctica de la política emparentada con el rigor o el atisbo científico. No quiero decir que se paren a la mitad del foro vestidos de objetividad o neutralidad; para nada. Ellos, en sus lúcidos ensayos, están tomando como pauta el interés general del país, apuntalando los problemas esenciales, el andamiaje democrático e institucional necesario para resolverlos, poniéndose al margen de los grandes riesgos que sufrirá el país si se es ajeno al reconocimiento de esos problemas, pero sobre todo a la atención de los mismos, que ya ahora sería tardía, pero que el sólo dejar pasar el tiempo acrecentaría sin duda acercarnos a un desbarrancamiento insospechado.
Si tuviéramos que encontrar denominadores comunes en las agendas del debate actual, habría que reconocer un problema, a mi juicio nodal: la desconfianza hacia los partidos, los gobiernos y el Estado mismo. No es la simple crisis de confianza que en los sistemas parlamentarios preceden a un voto de censura para disolver un gobierno y constituir otro con toda la plasticidad y flexibilidad que el sistema presidencial no permite, ya que aquí a un presidente de la república se le tiene que aguantar todo el sexenio a pesar de un precario o catastrófico desempeño. Esa falta de confianza tiene como correlato una denostación permanente, instintiva, frecuentemente sin propuesta alguna que crea un ambiente sólo propicio para dar curso a soluciones providencialistas, dictatoriales incluso. En ella están ubicados quienes para triunfar apuestan por el fracaso completo del adversario. Woldenberg en su ensayo nos dice que a ese paso estamos en riesgo de tirar el agua sucia en el que se lava el niño, con el niño mismo. En otras palabras, nunca la crítica ha sido más necesaria que ahora que se deben construir alternativas y proyectos y, lamentablemente, los que están en la escena pública, únicamente son proyectos de poder y no pocas veces proyectos con el sello de la proyección personal, lo mismo en los municipios que en los estados y, si me apuran un poco, también para la república con miras al 2018.
No vamos bien. De hecho no hemos transitado de esa manera. Me pondré al margen de si la precaria democracia que conseguimos en una transición que según algunos se coaguló, también del riesgo de adosarle a la democracia virtudes que no ha tenido, no tiene, ni tendrá, a contrapelo de quienes piensan que es la solución para México o una especie de panacea que nos permitirá salir prácticamente de todos nuestros problemas. La democracia tiene sus características propias. Ha de ser una metodología puntual para elegir en condiciones de equidad, debatir proyectos alternativos, construir consensos y mantenerse en una disputa permanente por el sentido que ha de tener la representación. Pero esa democracia no es la que tenemos y, a mi juicio, hay dos razones para arribar a esa conclusión. La primera, que el régimen corporativo prevalece prácticamente intocado, pero por ahora no me ocuparé de este aspecto. La segunda, pero no la última, como se suele decir, es que quienes se hacen del gobierno a través de una elección inmediatamente convierten al aparato –puede ser de gobierno o de Estado– en la trinchera o ejército propios de quienes se empoderan. Entonces, en ausencia de un servicio civil de carrera, o de la muy lejana neutralidad de la administración pública, se convierten las instituciones, compulsivamente incluso, en instrumento partidario, en ocasiones como la única base del partido para acercarse con sus pretensiones a la sociedad a la hora de buscar el voto. En ese marco, quien se ha hecho con el doctorado por su larga y paciente preparación y práctica, es el PRI. En ese sentido, y sin negar su característica partidaria, el PRI no tiene más fuerza que la que deviene del presupuesto y de la puesta en acción de quienes están en la nómina, y así nuestra democracia se distorsiona, y en regiones como Chihuahua prácticamente desaparece.
Los clásicos de la Revolución francesa subrayaron que ahí donde no hay división de poderes no hay Constitución. En esa línea de hablar categóricamente, sostengo que ahí donde no hay una administración pública neutral (no basta la a veces también inexistente del órgano electoral) tampoco hay una democracia creíble. Pero no nos engañemos, y en esto coincido con José Woldenberg: la democracia llegó a México pero no como el ideal que se pensó. Hoy ya no somos el monolito que terminó en la elección federal de 1997, cuando el PRI perdió el poder en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión. Es cierto, hay muchos diputados y senadores con orígenes partidarios distintos, los gobernadores pertenecen a una pluralidad política, la Suprema Corte de Justicia de la Nación empieza a jugar un rol independiente, largamente esperado, pero que no acaba de llegar del todo, y dos o tres cosas más. Pero el afán hegemonista del PRI está ahí, y con él el recrudecimiento de quienes piensan que los tiempos de la paz y la concordia se están agotando, que la ruptura que viene será con aliento de revolución.
Se puede llegar a convenir con Woldenberg que tenemos una “democracia germinal” y que además hay que cuidarla por los riesgos, creo yo, de la cancelación de la democracia misma, más asesinable in nuce, cuando es precisamente semilla. Pero cuánta razón asoma en esta formulación de Héctor Aguilar Camín: “El enardecimiento que gobierna el momento mexicano nubla el juicio pero también marca un rumbo inequívoco. La agenda urgente de México es la corrupción, la impunidad, la baja calidad de los gobiernos y el desprestigio de los partidos y los políticos”. El gran problema a dirimir es la combinación de esas dos visiones, más si atendemos los riesgos que apuntala Silva-Herzog como desembocadura amenazante para todos los mexicanos: “Un régimen cuyas formas son cada vez menos reconocibles como democráticas. Una democracia sin tono, flácida y deforme. Cada uno de los huesos que la sostiene se ha ido carcomiendo”.
Cuando uno lee todas estas cosas, al igual que lo hicieron los tres brillantes escritores, no tiene menos que pensar que en esa crisis de confianza están enclavadas dos realidades que la alimentan: la corrupción política y la impunidad. La primera como la superlativa negación del Estado de derecho, si nos hacemos cargo de que la representación política se instituye sólo para beneficio del pueblo y no para engordar la riqueza de unos cuantos políticos y empresarios, los primeros caracterizados por su nula calidad de estadistas, y los segundos por su voracidad, premiada con dinero y aun con medallas, como la que recién se entregó a Alberto Baillères González, de espaldas al gallardo espíritu del mártir de la patria Belisario Domínguez.
Luego llega la impunidad. Somos el país en el que puede pasar todo: los más graves atracos al interés público, realizados a través de los negocios de gobierno y Estado, y no pasa nada. El crimen sí paga, sostuve, cuando examiné la candidatura senatorial de Patricio Martínez García aquí en Chihuahua. Y ese crimen sigue pagando munificentemente a los aspirantes a continuar en el poder en todas las entidades federativas y son del PRI, pero también del PAN, del PRD, del Verde, y prácticamente de todas las formaciones partidarias. MORENA dice que va a regenerar al país, pero hasta ahora, nunca en el mundo, movimiento o partido alguno de naturaleza personalista ha tenido ese puerto de llegada. En consecuencia, tanto la corrupción política como la impunidad se pueden convertir en una especie de metro para saber qué traen, durante los procesos electorales que vienen, los aspirantes a ocupar cargos de gran responsabilidad e intereses económicos en juego que se tasan en miles y miles de millones de pesos, que frecuentemente sirven para engordar las cuentas de gobernadores del corte de Padrés en Sonora, Medina en Nuevo León y los Duarte en Chihuahua y Veracruz.
Este texto no tiene una finalidad ni aciaga ni crepuscular. Únicamente quiere alentar la visión de que otra política es posible, aquella que haga de lo posible la búsqueda de soluciones necesarias a los problemas existentes. Pongo un ejemplo: los candidatos a gobernador por Chihuahua que vengan, tendrán que contestar qué van a hacer con César Duarte. Y como el escenario en el que me muevo de manera inmediata es Chihuahua, no concibo más tarea que liquidar a golpe de votos la tiranía duartista. Cuando así no sea, o estaremos cayendo en un macilento ciclo de descomposición social, o las armas despuntarán en el escenario para hacer, desde otra perspectiva, lo que los ciudadanos no quieren a través la participación siempre presente y siempre activa. Por cierto, ver a los campesinos y campesinas apoderándose de las vías del ferrocarril, me recordaron aquellos tiempos en que los grandes cambios se alentaron con locomotoras conducidas por el pueblo raso.