A lo largo de los tiempos la naturaleza humana ha estado habitada por muy diversas características. Unos dicen que somos buenos en nuestra esencia; otros dicen que “el hombre es el lobo del hombre”; que somos “seres sociales” ante todo, mencionan algunos; y no ha faltado quien diga que al hombre lo mueve el afán de gloria, de fama y de poder; los hay que enfatizan las inclinaciones místicas y religiosas. En fin, una capirotada de sabores y sinsabores conviven en el interior del ser humano. De esa variedad infinita al menos dos cosas son evidentes: los humanos somos seres que viven en sociedad y para ello necesitamos reglas de convivencia. Y estas normas, que deben ser equitativas y respetuosas de los derechos individuales más básicos (libertad de palabra y libertad de conciencia), requieren instituciones encargadas de garantizar la armonía entre todos. Se dice fácil y se oye bonito, pero llevarlo a cabo ha costado muchos dolores de cabeza y muchas vidas: la historia de las sociedades humanas en el mundo es rica en ilustraciones de todo tipo.
Hay, pues, actitudes y asechanzas muy diversas que buscan aprovechar las oportunidades para extraer ventas y privilegios personales en todo ese entramado social. Así como hay elevadas virtudes en la conducta humana, también –dice el poeta– “el hombre está habitado por demonios”. Y es en el ámbito del gobierno, del Estado, donde con mayor frecuencia se presentan los riesgos y las perversas pasiones. De aquí que debemos siempre tener a la mano instrumentos efectivos para exigir transparencia de los actos de gobierno y su rendición de cuentas debe ser irremplazable. Estas dos mínimas y básicas exigencias son armas poderosas en manos de la sociedad, porque –dicen hombres de otros siglos– que “el deseo de dominar es un demonio que no se ahuyenta con agua bendita”. Y como el agua bendita no funciona con los gobernantes abusivos y corruptos, opongamos entonces la fuerza ciudadana a sus excesos, porque “con remedios fuera de tiempo aumentan los delitos”.