A mediados de los años sesenta del siglo pasado, Olac Fuentes Molinar -entonces maestro de la Escuela Preparatoria de la UACH- lanzó una iniciativa a sus alumnos: poblar todos los pasillos de la escuela con litografías de lo más excelso de la pintura de todos los tiempos y hasta donde fuera posible. Fuimos en búsqueda de todo lo que nos pudiera servir de la “Pinacoteca de los genios”, una estupenda publicación que dio a conocer en fascículos a pintores universales, reproduciendo con calidad sus obras con el recurso de una imprenta que hoy es parte de la arqueología tecnológica.

Con el máximo de los ejemplares en mano, procedimos a tapizar los muros convirtiéndolos en vitrinas hacia un legado de valor inconmensurable. Muchas de las estampas llamaron poderosamente la atención y produjeron escándalo entre estudiantes y maestros, pero destacó la fila que se formó para ver “Venus ante el espejo” del español Velázquez. Se alteró momentáneamente la vida de los viejos maestros conservadores, no así la del siempre vigilante profesor Jesús Grajeda Pedrueza, el temido secretario de la escuela que no puso obstáculo alguno. Pasada esa aduana, todo estaba hecho.

En aquel tiempo se impartían lecciones curriculares de estética y destacaban dos maestros, ambos pintores, uno siempre elegante, Rafael Domínguez, el otro Alberto Carlos, el zacatecano que vino a Chihuahua a dar lustre a nuestro estado. De ambos aprendimos mucho y les escuché decir que de ese arte, el que ahora ocupaba los muros, no había en Chihuahua y tardaríamos mucho aquí en alcanzar cimas comparables. También impartía lecciones la arquitecta Angelita Puente, una de las primeras arquitectas mexicanas junto con Ruth Rivera Marín, hija del muralista. No tuve la oportunidad de beneficiarme de sus conocimientos y seguro estoy que sabía mucho de su época, según me llegan noticias.

En realidad fue una opinión relativa, por el propio carácter del arte y desde luego sin desconocer las carencias que para entonces empezaron a paliarse por la propia universidad a través de uno de sus brazos como lo fue Bellas Artes, institución de mérito. Claro que también jugaron su papel las espléndidas lecciones de los maestros señalados. Domínguez nos marcaba el rumbo de las edificaciones de la propia ciudad para que entendiéramos in situ, dónde estaba lo gótico, dónde lo barroco, dónde los murales y dónde el art nouveau. Había teoría, pero también se le adosaban con la obra disponible. De Alberto Carlos recibí una prolija explicación del abtraccionismo en pintura a partir de una pregunta que lanzó en el salón de clases. Nos mostró algunas reproducciones de cuadros abstractos y la mayoría los objetó. Gritó: ¡Eso no es arte! Luego preguntó, con sonrisa desafiante: ¿Les agrada o no -dijo- la corbata que llevo puesta? La corbata era de factura abstracta, preciosa, la pudo haber manufacturado Kandinsky. En fin, eran otros tiempos.

Pongo esto como telón de fondo para decirles que me dio gusto la publicación del lujoso tomo: “Trazos en el tiempo. 1900-2021. Artistas plásticos de Chihuahua”, patrocinado por el Grupo Cementos de Chihuahua de la autoría del camarguense José Pedro Gaytán, con imágenes fotográficas de Engelbert Grijalva. En esta obra -como es ordinario- se marca la frase recurrente que siempre se menciona deplorando la asimetría entre la capital de la república, siempre en primer lugar y con mayor relieve, y el resto de las regiones del país. Me gustó, en ese contexto, que el autor afirme que “Cada región guarda una historia”, lo que es muy válido en la perspectiva de lo que hoy se comprende como cultura en sus vastas dimensiones.

Sin pretensiones grandilocuentes, José Pedro Gaytán da cuenta de su investigación documental y bibliográfica, de las entrevistas a los pintores o sus familiares, del homenaje a los creadores y se subraya que es una obra inicial, primera en su género que buscará apoyar a otros -legos o profesionales- con un texto de consulta para quienes integran la academia o los amantes del arte, como se dice con acostumbrado lugar común.

El libro correlaciona el momento histórico concreto con las expresiones artísticas de su momento, aunque no exista un vínculo o una relación causal, salvo dos casos: La Escuela Mexicana de Pintura y Escultura (Rivera, Orozco, Siqueiros, Asúnsulo) y su arte del Estado posrevolucionario y los creadores contemporáneos insertados en un mundo globalizado que ya no reconoce escuelas dominantes, bien perfiladas, ni metrópolis insoslayables. Estos creadores de alguna manera se guían por lo que algún día dijo la fotógrafa Leibovitz: “No se puede pasar la vida corriendo porque no (se) termina de llegar a ninguna parte”.

En la obra se hace un vasto recorrido por la escuelas, tendencias y las correlaciona con lo que quedó plasmado en cuadros, murales, decoración de templos o casas particulares como la “Quinta Loreta” dentro de un ciclo de 120 años, cerrados en 2021. Sin importar que físicamente estén o no en nuestro territorio. La exposición parte de la fase crepuscular del porfiriato que aquí dejó su impronta, como se registra en el libro.

Es sugestivo cómo el autor pone en la balanza la Escuela Mexicana y a los rupturistas -en especial la tendencia abstraccionista- otorgándole a la primera un peso específico en su proyección universal. Es cierto, en otros confines del planeta saben quién es Diego Rivera y muy pocos tienen noticia de quién es José Luis Cuevas. Y desde luego no me refiero a los especialistas en estos menesteres. Precisa tomar en cuenta que la Escuela Mexicana contó con el impulso telúrico que imprimió a la cultura la Revolución y el gobierno, y todo lo que la benefició el ascenso de un socialismo que quedó atrás en la historia y la lucha antifascista. Ya no eran los tiempos de la bohemia, como nos lo dijo Siqueiros en el paraninfo. Los rupturistas que retaron, tenían menos arrestos políticos, pero abrieron nuevos canales. Hoy la batalla ya no tiene el fuego cruzado de aquellos años, en que Rivera con la 45 al cinto moderaba la crítica o de la lapidaria frase-consigna: “No hay más ruta que la nuestra” de don David. Por el contrario, como lo documenta la obra misma que comento se habían abierto espíritus y espacios y el papel de la crítica artística empezó a jugar su necesario rol.

La obra será, en la inmediatez, una puerta de entrada a los pintores de Chihuahua -oriundos o no de esta tierra- que dejaron o dejan huella aquí. Unos están a la vista y ocupan un lugar en el imaginario social y, por eso, serán importantes en la vida de los futuros artistas que arrancan sus creaciones en el septentrión de la república, y otros aquí y ahora mueven sus pinceles sobre la paleta y el lienzo. Él oleaje está, también, en otras ramas del arte.

En esta obra están juntos y/o distantes: León Trousset al fenecer el siglo XX, Guillermo Carrasco, Carmen Moye Portillo, los Serbaroli, David Alfaro Siqueiros, Ignacio Asúnsulo, Aurora Reyes, Antonio Gonzáles Orozco, Leandro Carreón, Aarón Piña Mora, Alberto Carlos, Adolfo Quinteros, Jesús Helguera, Efrén Ordóñez, Benjamín Domínguez, Eugenio Flores (“Miremos los colores como entendidos, pero sepamos también vivir el color con la espontaneidad y una cierta inocencia” Michel Pastoureau).
Benito Nogueira, Antonio Castro, Verónica Leyton, Fermín Gutierrez, Rocío Sáenz.

Luego vienen Luis Aragón y Águeda Lozano: “De niño, niña salí de mi pueblo/y, cargado de años, retorno./ No ha cambiado nada mi acento, más ya blanquea mi cabello/ Los niños me miran curiosos./ Me saludan y…preguntan:/ -¿De dónde es usted? Hang Rouxou.

Como en toda antología: ni están todos los que son, ni son todos los que están.

Desbrozar esto está hoy distante de mis ocupaciones y prioridades. Empero, sí puedo apuntar solo algunas ausencias: el imprescindible Francisco “Chato” Reyes Acosta, nuestro pintor de la ruptura, miembro de la “Generación perdida”; que necesita de una documentada historia y una buena novela. Patricia Márquez, artista de mérito y con un futuro de vida que dará mucho de qué hablar y Felipe Alcántar, Alfredo Espinoza (novelista y poeta) entre los que recuerdo espigando en mi memoria en estos apurados y deshilvanados apuntes, que redacté en la breve convalecencia de un mal que se aleja.

En relación a Patricia Márquez abono en contra del olvido que contribuyó -desde luego no es su obra fundamental, aquí preterida- a la restauración, recuperación y reinstalación -parcial por cierto- de un importante mural de Alberto Carlos que antaño estuvo en las oficinas del periódico Norte de mi querido y admirado Luis Fuentes Saucedo, de donde pasó a manos de la familia del zacatecano y a mi iniciativa llevada al Congreso del Estado donde -dicho sea de paso- no se le respeta el espacio -poco se puede esperar de los diputados- limitado por lo demás, tratándose de un arte esencialmente público como lo es el mural “Periodismo trascendente”.

El reto para crecer, llegar a nuevos estadios es, siguiendo una idea de Hemingway, que ninguna pintura de buena factura se quede sin colgar. “No se saca nada de eso”. Pero para llegar ahí se necesita una renovada visión de cómo apoyar -sin condicionamientos- la creatividad y que no se exija a nadie tener bandera o no tener ninguna.

“Trazos del tiempo”, junto a mucho de la que ya se ha escrito sobre Chihuahua en una vasta agenda temática, es una valiosa contribución. Felicito a todos los que la hicieron posible y en especial a José Pedro Gaytán.

12 de enero de 2022.