Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
 
Antonio Machado
 
 

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Trabé amistad que perdura hasta estos días con Agustín Andreu desde principios de la década de los sesenta. Fue en la escuela secundaria “Benemérito de las Américas” de ciudad Camargo. Es un lugar común recordar los propios tiempos y estimarlos como brillantes, inigualables. Si impropio para unos casos, esa década del siglo XX fue, para quienes éramos jóvenes, un gran almacén donde acumulamos marcas inolvidables. Aún estaba fresca la tinta con que se imprimió La región más transparente, de Carlos Fuentes (1958) y supimos de que Ixca Cienfuegos, al abrir la novela, nos da cuenta de que había nacido en la Ciudad de México y que eso no era grave, para concluir casi al principio: “En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”. Y era cierto, ese país no se ha ido del todo y es el que percibíamos casi por todos los poros y de manera diferente: no era lo mismo la Ciudad de México que una apartada región de tierra adentro donde aún nos nutríamos de un impulso educativo con las características del apostolado nacionalista de Vasconcelos. En la física, en las matemáticas, en la historia, en la literatura, en la formación musical, en todo, había un sentido de profunda cultura y las vías informales de la educación lanzaban profundos desafíos a través del cine y la radio (la televisión no tardaría en llegar). Percibíamos un mundo en vertiginoso cambio, brillante a ratos y, ahí donde lo moderno mostraba su rostro, también estaban -sólo secas en apariencia- las hojas y las flores de la tradición. A estas se adhirió Andreu Caballero cuando, como músico, finalmente optó por las singulares canciones que llevan en el corazón los temas del amor –lo romántico o el requiebre amoroso en la visión de Yolanda Moreno Rivas– y la nostálgica querencia por la tierra y la infaltable saudade, en este caso la lejana Barcelona de sus mayores y el rincón chihuahuense: Camargo y La Boquilla en el municipio de San Francisco de Conchos de Chihuahua.

No era sencilla la elección, menos en la década de la juventud. También se eclipsó la ética del trabajo que nos inculcaba la maestra de inglés, Enriqueta Visconti, cuando nos hacia cantar ¡Oh!, my darling, Clementine , la historia del trabajo y el amor recobrado. Difíciles decisiones cuando la mayoría optaba, sin un ápice de duda, por Elvis Presley, o por la influencia de las grandes orquestas y luego los grupos que hicieron del rock ‘n roll toda una nueva estética, una nueva actitud, alguna basada en la contracultura. Sin saberlo, estábamos en medio de una tensión en la que se apostaba sobradamente por la razón y poco o nada por las tradiciones -toda una extravagancia, según Blas Pascal- a las que se asociaban las costumbres, las maneras de amar, la expresión misma de cantar, danzar, adorar, hablar y luchar, si nos atenemos al enfoque que después leímos en Isaiah Berlin, que incluye el sentir concreto sobre las instituciones y todo lo que alguna vez la razón desechó y que los escépticos defendieron, porque eran -son- el núcleo de los motivos humanos, tal y como se nos presentan los afanes, las empresas, los miedos. Buscar en la sensibilidad de las pasiones lo que se despreciaba por los grandes sistemas. Recordar aquellos años nos hace recordar a los maestros: la razón y la fría ciencia en Guillermo Prado, la poderosa navaja del liberalismo de Edmundo Porras, las mejores lecturas de la tradición poética española e italiana en Neftalí Elías Torres. Pero en todo esto, la terca realidad se imponía a través de canciones, trovas, folk, poesía. Se temía a caer en la cursilería (quién no teme a esto) pero de todas maneras los empeños no se abandonaban fácilmente. Es el caso del músico y cantante Agustín Andreu. Él quiso desde muy temprana edad consagrar su vida a estas artes, y como tantos otros recibió la pesada carga de la disuasión y escuchó puntualmente que había que buscar otros caminos para resolver los problemas de la vida cotidiana.

En la casa de la familia, tanto su padre, Don Manuel Andreu Comella –nacido en la hacienda textilera de Ibarrilla, en León, Guanajuato– como su madre, oriunda de Ciudad Juárez, Margarita Caballero Barroso, hicieron un lugar en el que tenían abrigo el piano, los inusuales libros -ahí nos topamos con Salvador de Madariaga y con José López Bermúdez, agrónomo y poeta, autor del olvidado poema Dura patria-, el aprecio por la política, el sindicalismo democrático y la república española. Los hijos –todos varones– disfrutaban del arte de la conversación, hoy a punto de extinguirse; cantaban, cantaban y soñaban con metas altas para sus propias vidas. Los veíamos con asombro. A Agustín, su hermano José Luis guió sus primeros pasos en el aprendizaje de la guitarra, pero pasados los años cobró gustó por el piano porque con él se le facilitaban más los tonos y las armonías para sus cantos. Tiene un talento profundo que no necesita del rigor del solfeo. El duende de la lírica siempre lo acompañó y a los nueve años de edad, en el Cine Olimpia, de Ojinaga, tuvo su primer éxito al ganar el primer lugar en un concurso de aficionados cantando Dos cosas que se hizo famosa en la voz del cubano Ñico Membiela, derrotando (qué fea palabra) al extinto Sócrates Bustamante Vela, después cantautor de ese olvidado puerto fronterizo.

José Luis, el hermano que se formaba como agrónomo en Ciudad Juárez, fue riguroso a la hora de enseñarle el oficio. Su sombra tutelar competía con el temor en la familia de lo que para no pocos es un futuro incierto y azaroso cuando se está a punto de caer en la bohemia, con todos los pecados que se le endilgan, no en el grato momento cuando se la disfruta colectivamente, sino cuando se amonesta con el rostro sombrío de quien señala y pretende ocluir la puerta de un infierno. Voy un poco atrás: también Agustín sabía que había otra veta aún más vieja que la moda que se impuso con boleros y bambucos; era la del modernismo, la de la poesía del nicaragüense Rubén Darío:

Margarita, está linda la mar,

y el viento,

lleva esencia sutil de azahar;

yo siento

en el alma una alondra cantar;

tu acento:

Margarita, te voy a contar

un cuento…

Esto lo escuchamos en el patio de nuestra escuela y en la dulce voz de la bella, bellísima, Yolanda Fierro, pero quizá en construcción de los mejores años que luego nos alcanzaron bajo la sombra de Agustín, fue más poderosa y magnética la idea del mismo autor que por entonces nos obsedía, sobre todo porque para algunos -los menos- llevaba la máscara de la religión dominante:

Jesús, incomparable perdonador de injurias,

óyeme: Sembrador de trigo, dame el tierno

pan de tus hostias; dame, contra el sañudo infierno,

una gracia lustral de iras y lujurias.

Desacralizado el lenguaje, Leduc lo dijo de otra forma: “Mientras haya vigor / pasaremos revista / a cuanta niña vista y calce regular”. Y como convocados por una fuerza telúrica, unos tomamos las iras y todos las lujurias. Agustín nos acompañó en unas y en otras. Nos mostró su alma de trovador, de bohemio bondadoso, de artífice de innumerables serenatas. Se dio tiempo también para convertirse en abogado, en funcionario público al lado de Arturo Armendáriz Delgado, un personaje camarguense digno de recordarse; fue empleado de muchos años en la banca de fomento al campo, sin dejar nunca la música y el canto que hasta ahora lo acompaña. Aunque nunca formó parte de un grupo musical con larga pertenencia en el tiempo, en su época juvenil fue integrante de Los estudiantes del twist, que tocó en la legendaria nevería Marvant’s, enclavada en la calle Guerrero, que fue centro que atrajo a los jóvenes, sobre todo a estudiantes, de muchas partes del estado de Chihuahua. Y lo que son las cosas, ese grupo se disolvió porque no hubo el acuerdo para designar al solista de la canción Popotitos que se popularizó en la interpretación de Enrique Guzmán, los Teen Tops y César Costa. Fue una discrepancia seguramente al calor de la briosa juventud y probablemente haciéndose cargo de todas las consecuencias de que un amor entero podía ser entregado a una mujer con piernas de macarrón.

Pero al perderse un discípulo del rock, se ganó una voz para no pocas canciones tradicionales de la llamada música romántica mexicana de los grandes autores como Tata Nacho, Manuel Esperón, Manuel M. Ponce, Renato Leduc, Gabriel Ruiz, Alfonso Esparza Oteo, Guty Cárdenas, Consuelo Velázquez, Agustín Lara, Álvaro Carrillo, Ricardo Mendez, María Griver, José Alfredo Jiménez, Marco Antonio Muñiz, estrella con la que departió y por quien además siente una profunda admiración, y tantos otros que conforman ese rehilete de la música popular de nuestro país. Con la guitarra y luego fundamentalmente con el piano, en ocasiones solo, en otras con sus compañeros artistas, dedicó miles de horas de su vida a darle, como dice el poema, alas y raíces a estos cantos. Si bien frecuentó algunos escenarios y también departió con figuras como Alberto Cortez y Víctor Iturbe, su punto de confluencia fue el espacio social en que se converge como en el exacto punto de una fuerza centrípeta que paradójicamente aglutina y expande y que va más allá del simple concepto de una bodega en la que la gente departe y padece en la grata compañía de los amigos y las bebidas.

En ese marco, espléndido por cierto, Agustín Andreu llena una etapa en la larga vida de la cantina chihuahuense La Antigua Paz, al lado de músicos, pero sobre todo en complicidad con el inteligente poeta y escritor Jorge Ledezma Ferro, con quien a la luz de la noche desplegó durante tres o cuatro años una gran actividad en la que música y poesía, cantos y recuerdos, bohemia y oficio cultural se dieron la mano. Es –sería– una pérdida que no se recuperaran para las letras y la memoria esas tardes y noches de Chihuahua. Cuando se escriban, y ojalá que la negligencia no derrote a la memoria, ahí estarán Meny Cabada, El Árabe Ayub y los integrantes del Trío de la Calesa, capitaneado por Manuel Ramírez Torres, Toto, considerado uno de los mejores requintos de estas tierras. Atrás, en otro momento y en otro bar, quedó la escuela de El Güero Arámbula y su Trío Los Camperos, que hicieron época en materia de serenatas, quizá no tan sentidas como las yucatecas. Esto no es posible en una tierra tan adusta y solemne como la chihuahuense. Los amigos recordamos a Agustín como el generoso trovador que ayudó a resolver, con el recurso de la serenata, muchos entuertos que la palabra, ya sin gran valor a pesar de la benevolencia con la que se tolera la mentira, que necesitaban del concurso del bardo y el trovador para hacer la vida grata y leve. Así de tradicional, y si se quiere también así de cursi, porque de cierto podemos decir que en estos temas la idea de la razón ilustrada muy poco terreno logra conquistar. Este tema lo trató con hondura Carlos Monsiváis al abordar la obra de Agustín Lara al que Agustín Andreu consagra como figura central de una época de nuestra música popular bien construida en la cantera de la buena palabra. No en balde estuvo presente el modernismo.

Agustín ha sido un asiduo lector de poemarios breves, pero no por ello menos profundos. De linaje español, pudo tener muchos autores predilectos, pero jamás dudó en su afición por Manuel y Antonio Machado. Hay una razón poderosa que está presente en su dedicación a la música y al canto: su amor a la tierra, que corre en paralelo con el amor a la mujer a secas. Con Antonio nos dijo: “mi infancia son recuerdos de un patio (…) mi historia, algunos casos que recordar no quiero”; y con Manuel: “esta es mi cara y esta es mi alma: leed (…) y antes que un tal poeta, mi deseo primero hubiera sido ser un buen banderillero”. Es la historia de un hombre sencillo, generoso por bondad y humor casi innatos, amigo de verdad, que se ha dado a todos sin regateos. Sin duda, una figura central en nuestra palomilla primigenia.

Autocalificado como bohemio, nos vino a confirmar la mejor acepción de esta palabra: bohemio es aquel que no olvida que el oficio es duro y requiere entrega. Lo efímero se desvanece cuando se hace una entrega al patrimonio cultural de su pueblo. Agustín, en la casa materna, instalada durante no pocos años en La Boquilla, importante centro hidroeléctrico por más de un siglo. Doña Margarita Caballero (1904-1971) compuso El corrido de Boquilla, que gracias al esfuerzo de Agustín y su hermano Raúl, quedó establecido como una obra concluida a partir de que el maestro Jesús Martín Carrillo la escribió en tiempo de vals sobre papel pautado y se le ha dado absoluta perdurabilidad en esta primera interpretación que hizo Agustín, el generoso hijo, con su propia y estupenda voz. Pero todo esto no habría sucedido sin la valiosa y tesonera intervención del primo fraterno Esteban Caballero, que tomó como misión que esta obra se preservara. Seguramente no se habría perdido este corrido, pero qué mejor que se haya conservado en las circunstancias descritas, como ahora que se puede escuchar en México y en muchas regiones de Estados Unidos, donde la diáspora de los de La Boquilla encontró abrigo a la hora de las políticas antisindicales que amenazaron la viabilidad misma de la gran caída de agua que hizo posible la planta generadora. Al conservarlo, Agustín ya deja un legado tangible.

Él sabe que la vida es suya y sabe también que “el tiempo aleve”, como a todos, le juega sus propias y misteriosas cartas. Pasa por adverso momento y no se arredra, rodeado de su esposa Aidée Sagarnaga Holguin, Titi; de sus hijos Agustín e Isaac y de su amado nieto y casi hijo Agustín Andreu Alanís. Se ha dado la oportunidad para producir y grabar un disco con diecisiete de sus piezas favoritas, de las cuales se apuntan las primeras doce ya editadas. En ellas refrenda, a mi juicio, esos dos imperativos de su trabajo artístico: amor y tierra. Ahí encontramos Cien años (Rubén Fuentes Gassón); Mía (Manuel Esperón, música – Felipe Bermejo, letra); Historia de un amor (Carlos Eleta Almarán); Seguiré mi viaje (Álvaro Carrillo); Distancia (Alberto Cortez); Treinta años (J.M. Napoleón); Estoy perdido (Víctor Manuel Mato Argumedo); Compréndeme (María Alma);Yo te amo(Roberto Sánchez ‘Sandro’ / Óscar Anderle); Aquellas pequeñas cosas (J.M. Serrat); El vicio (Ruiz y Zorrilla, interpretada por Marco Antonio Muñiz); Solito con las estrellas (Juan Vicente Torrealba); Posito de Nacaquina (Chucho Martínez Gil); El corrido de Boquilla (Margarita Caballero Barroso de Andreu) y Tierra (yo vengo de un lugar) (J.M. Napoleón).

Esta última pieza, interpretada por Agustín y también por su amigo y compañero y camarguense Jesús Piña, tiene una historia particular en la que interviene su hermano Raúl: en 1997, en Guadalajara, escucharon por primera vez un disco de Napoleón en donde figuraba como éxito El Canto del Grillo, y ahí se incluía como última y desconocida pieza, Tierra. Cautivó a los hermanos Andreu y la acoplaron a su querido Camargo. Agustín la trasmitió a Jesús Piña y la tuvieron siempre en su repertorio, pero nunca con el afán de apropiarse de obra ajena. Sin embargo, en conversaciones con Agustín, que mostraba cierto pudor por este detalle, pudimos concluir con el apoyo invaluable de Jorge Luis Borges, que los poemas no tienen autor y son escritos por muchas manos a lo largo de los tiempos. Al presentar Fervor de Buenas Aires en 1923, dijo: “Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo previamente”. No menos grande fue el auxilio de Ciorán que sostuvo: “Mis libros, mi obra (…) el carácter grotesco de esos posesivos. Todo se pervirtió el día que la literatura dejó de ser anónima. La decadencia se remonta al primer autor”. Con esto se puede estar de acuerdo o en desacuerdo, pero cabe la pregunta concreta: ¿Hasta dónde la madre sefardí de Napoleón trajo un eco de siglos a México, al pequeño Aguascalientes? Quién lo sabe. Recordamos, además, con gusto que La fierecilla domada la escribió Shakespeare, la retomó Bruno Traven en La tigresa, que pertenece a La canasta de cuentos mexicanos y las recias personalidades de María Félix y Pedro Armendáriz la llevaron inigualablemente al cine, sin que nadie dijera nada y mucho menos preguntase quién es el autor. Si a los camarguenses los hace felices escuchar a Andreu y a Piña cantando la canción de Napoleón, nadie pierde nada y todos ganamos.

En la vida de Agustín hay una paradoja que bien describe el íntimo contenido de un poema, Retrato, de Manuel Machado, contrastado con otro del modernista peruano José Santos Chocano, que se titula Nostalgia y cuyos primeros versos se pueden escuchar del cantante, en este disco, como proemio a la canción Distancia. Si lo pusieran a escoger en este difícil momento, Agustín diría con el sevillano:

Es tarde… Voy de prisa por la vida. Y mi risa

es alegre, aunque no niego que llevo prisa

Empero, que no sobra, con el peruano afirmaría, quizás con talante de letrista –oficio que enseñó con maestría–:

Quien vive de prisa no vive de veras,

quien no echa raíces no puede dar frutos

Ser así, como Agustín Andreu, nos da las razones y los sentimientos para entender por qué la música le ha dado las más grandes satisfacciones de su vida. Nunca olvidaré que con su voz y su guitarra Agustín prodigó a muchos una paz interior que se cifra en reconocer en el otro o la otra la dicha de tenerla, sintiendo su corazón latir. O simplemente cantarle, a todo pulmón, a la o al que amamos: “Di que tus rosales florecieron para mí”.

Quizá ha llegado el tiempo de decir, con el guardián Ixca Cienfuegos, de la obra de Carlos Fuentes, que estamos en el eterno salto mortal hacia el mañana. ¿Por qué no?, si en el intento vamos todos y más los que le cantan a la vida.