El muro de Berlín se cayó para todos. Recuerdo, por su pertinencia para este texto, una anécdota para mí imperecedera: en Chihuahua corría el año 1992 y con él el proceso electoral para designar gobernador y fui candidato al cargo. Hice un experimento significativo, no decirlo sería falsa modestia, más si muchos fuimos los autores del mismo. Tratamos de llevar al debate puntual el valor de la democracia para México, transitar hacia ese objetivo y dejar atrás y para siempre un régimen autoritario de partido de Estado que se había petrificado a ese momento con siete décadas durante las cuales el PRI fue inamovible.
Los empresarios, a través de sus múltiples organismos, impulsaron la deliberación e invitaron a todos los candidatos a exponer sus proyectos. Luego se olvida que fue aquí en Chihuahua donde se celebró el primer debate entre candidatos en la historia del país. Dentro de esos eventos la crema y nata del empresariado invitó, de uno por uno, a todos los aspirantes contendientes, y así fue como fui a parar a un salón del exclusivo Club Campestre de Chihuahua e hice mi trabajo.
Me esmeré en explicar un proyecto democrático avanzado para dar pie a una nueva política a partir de no medir los resultados por la destrucción y avasallamiento del adversario. Me sentí muy satisfecho con mi desempeño sin autocomplacencias de ninguna especie. Al concluir el debate se ofreció un momento para las preguntas y cuestionamientos. La oportunidad la tomó el señor José Guadalupe González Múzquiz y me felicitó, advirtiéndome que coincidiría en todo conmigo si no fuera porque veía en mi exposición la “máscara democrática” que ocultaba al comunista, para él, de siempre. Respetuoso le contesté: “Señor González Múzquiz: el Muro de Berlín se cayó para todos, ustedes incluidos; hay qué cambiar”.
Y me quedó grabado en la mente un problema que ahora puede hacernos crisis en medio de la llamada Cuatroté. Los empresarios –así en abstracto– se conciben a sí mismos como un paradigma incontestable; ellos lo son todo en esta visión que despuntó más fuerte a la hora del establecimiento del modelo neoliberal, el Consenso de Washington y el predominio del pensamiento único. Incluso hubo un cambio ad hoc en el lenguaje: palabras como “capitalista”, “patrón”, no se diga “burgués”, prácticamente desaparecieron; al igual que “proletario”, “clase obrera”, “asalariado”, en fin, otro lenguaje que exhibía el cambio mundial de paradigmas que también repercutió al ámbito de la política.
Si la economía ya se abrió al mercado, tendría que abrirse el petrificado sistema político para aperturarlo a la democracia y a un nuevo rol del Estado, pensaban estos empresarios. Al respecto no pocos tenían su propio librito donde abrevar para aplicar las novedosas recetas aplicables a los tiempos venideros, en la senda contra el Estado interventor y su sector público, gigantesco por cierto. Sin ser nazis, con sus propias palabras daban a entender que ellos estaban en la centralidad y eran los más importantes, y logré escucharles que la democracia sólo marcaba una “uniformidad artificial” ya que la diversidad es tal que sólo se entiende si la democracia es para que ellos ganen todo en el terreno político. Advertí que estaban lejos del derrumbe del muro y construían otro talante de vencedores, justo en un momento preciado: al “fin de la historia”.
Esa visión no es ni remotamente verdadera. Los empresarios son una parte en el proceso de la producción, representan al capital, y el trabajo es el otro componente esencial. Que muchas cosas habían cambiado en esto, es cierto, y que había que tomarlas en cuenta, también. En la teoría política del siglo XX y para efectos prácticos, todas las democracias reales, en “regla”, quedaban asociadas al capitalismo y eran producto de ese siglo que vio el ascenso y la caída parcial del totalitarismo y se consolidó al abrigo de un liberalismo de variadas matrices. Nuestro país era, en ese tiempo, así se dijo, “un ornitorrinco”, un ser contrahecho sin un perfil único.
En las formas éramos una democracia con división de poderes pero con elecciones de fachada, pues sólo había un partido permanentemente ganador. Cierto que México no era una dictadura como las del Cono Sur, pero corría sangre en las calles de los opositores, los disidentes y los contestatarios que ejercitaban sus libertades. Había un monopolio del poder, pero también espacios modestos para la política.
Con De la Madrid, y sobre todo con Salinas, pasamos a la globalidad imperial, a la apertura de los mercados, a la flexibilidad en el trabajo y el enriquecimiento exponencial de unos cuantos frente a millones y millones de pobres. La clase gobernante mantuvo la retórica del nacionalismo revolucionario, pero en los hechos tomó el curso neoliberal de manera franca, sin dejar nada en duda del nuevo futuro que nos esperaba. Y entonces hubo necesidad de “aperturar” la contienda política que pensaban esquematizar en un bipartidismo PRI-PAN, ya imposible a esas alturas por haber entrado en un modelo de reforma con representación proporcional que creó una tercera fuerza que se pertrechó en la ruptura con mucha habilidad, expresándose primeramente en el PRD y luego en MORENA.
A núcleos influyentes del empresariado eso no les gustó y empezó a preocuparles. Sabían hacia dónde se movía la tendencia. Entendían que para ellos la democracia era un juego de ganar-ganar y siempre: la política electoral en un apartado, con ductilidad, pero inamovible el modelo económico, lo que explica que en México los neoliberales tenían dos casas, la legítima en el PRI, y la del otro frente en el PAN, como en los matrimonios bien avenidos.
Pero la historia no tomó el curso de sus deseos y provocó a lo largo de tres décadas condiciones tales que el ideal democrático no cuajara de la mejor forma, porque estos empresarios –y no sólo ellos– se pusieron de espaldas a la inmensa mayoría de los mexicanos que votó en 2018. Durante años anhelaron el Estado mínimo –ni siquiera justo ni sólo legítimo–, pero lo único que querían era obtenerlo exclusivamente para sus propósitos. Esto les hizo crisis en las manos y ahora podemos verificar que concebían la democracia como algo acotado a la salvaguarda de sus finalidades y sus intereses.
No se pueden llamar “inocentes” de lo que sucede. Werner Sombart escudriñó hace mucho tiempo este tema (no somos un caso único) y nos dijo: “El burgués engorda y se anquilosa en la medida que se hace rico, y al mismo tiempo, a llevar una vida de señorón. ¿Acaso no van a seguir actuando en el futuro estas mismas fuerzas? Sería muy extraño”. Tengo para mí que ni tanto, a la luz del ejemplo mexicano.
A lo largo del proceso electoral de 2018 vi que esa actitud empresarial sabía inevitable que AMLO ganaría y percibí, desde entonces, que jamás lo iban a aceptar. Y ahí está trabada la contradicción actual. Si el gobierno de la Cuatroté se empeña en hacerles el juego en calidad de enemigo complementario, las cosas no irán bien, y menos con la emergencia –el azar siempre juega la suya– de la pandemia y con la presencia de sendas crisis de fondo: la economía de una recesión enorme, frente a la cual el gobierno no tiene una definición, y la social, que caerá encima de todos con resultados hoy fuera de pronóstico, en la que la democracia sería lo de menos para muchos.
Si AMLO se empeña en llevar a efecto una “revolución desde arriba” en lugar de tomar la ruta del mandato electoral que le marca con enormes ventajas la senda de la constitucionalidad, tendremos el país convertido en gran almacén de conflictos graves, de contradicciones enormes, todas vecinas de la guerra civil. Tiene en sus manos apelar en serio al profundo sentido de un gobierno democrático si se hace de un buen gabinete y respeta y fortalece al Legislativo; eso lo colocaría en un escenario en el que estarán todos con pasaporte garantizado a la supervivencia y el ejercicio de plenos derechos, de todos los derechos, con un Estado que sólo siendo irresponsables lo sustentarían como el mínimo de mínimos.
No se desea un gobierno paralizado, y si hay que tomar decisiones deben tomarse; el conflicto político es tal que siempre conduce a afectar intereses. Pensar en otra salida es ingenuo, como también lo es pretender destruir, denostar y humillar –en democracia– todos los días al adversario. Eso no es bueno ni en la guerra franca y abierta.
Los empresarios son importantes, sí, pero lejos están de serlo todo. Nadie les dio una patente para que sus deseos se conviertan en ley. Igual el resto de la sociedad, los obreros, que son la contraparte, los campesinos, clases medias, académicos, en fin, todos. Aquéllos tienen sin duda el peso del capital que es una relación social, y estos últimos la fuerza del número en una democracia real, con cauces institucionales, medibles, confiables y apegados a la Constitución y sus leyes. Con esto quiero decir que el muro berlinés se cayó para todos y con él la política de adversarios, y eso obliga hoy, con urgencia, a repensar y construir una nueva democracia que necesitamos para convertirnos en el gran país que es posible.
Poco tiempo le queda a López Obrador aún para convertirse en el estadista que el país necesita; descreo que lo aproveche. Considero válidas las palabras del periodista Jorge Zepeda Patterson, quien nos dice que “en López Obrador hay un estadista permanentemente boicoteado por el luchador martirizado que lleva dentro”. Y comparto su pregunta: “¿Por qué hacerlo tan difícil, pudiendo hacerlo más fácil?”.
Cuando se caen los muros brota el arte de la política.
Pasada la pandemia y la escaramuza electoral, una nueva Constitución, plenamente humanista y realistas, sin tanta demagogia. Además régimen parlamentario, que el sucesor de López Obrador sea del signo político que fuere, sea el último de un régimen Presidencialisfa. A Dios gracias por la vida, la salud y la ya cercana libertad, nunca más el interés de los menos sobre los más y el desprecio de los más respecto de los menos.