Con aires de innovación, pero sobre todo con los planos bajo el brazo de un proyecto que pretendía restituir la imagen del poder público y de la política que tanto había deshonrado el priísmo duartista, el nuevo gobierno encabezado por Javier Corral tomó Chihuahua por las urnas en 2016 y le prometió, con todo el significado de su eslogan inicial, “un nuevo amanecer para todos”.
En muy poco tiempo, no sólo ha tenido que modificar el membrete debido al desgaste de su administración como por una deficiente y hostil política de comunicación social con los medios –por tanto, con una parte importante de la sociedad–, sino que ha tenido que prescindir de algunos colaboradores casi desde el principio, y a estas alturas la erosión ya extendida prácticamente le ha cobrado factura a su propia imagen y credibilidad. Aun así, la altanería no únicamente ha seguido marcando su estilo personal de gobernar, sino que se ha fortalecido. La estrategia –dudo que la haya– no ha sufrido alteración alguna.
Con ese deterioro paulatino e irreversible a cuestas, Corral ha echado mano de algunos recursos de la demagogia y del populismo, ese concepto tan llevado y traído hoy por hoy pero que, a la luz de sus brotes en la escena real de la política, todavía está en proceso de construcción, aunque, como se ha visto, Corral lo hace por la derecha, por más que se santigüe ocasionalmente en las aguas benditas de una izquierda confesional.
Y a partir de esa, su presencia residual, ha intentado treparse en un liderazgo al que ya pocos le apuestan, sin menoscabo de su propia inobservancia de las leyes, como la tentativa de protestar –el modo es lo cuestionable– contra el presunto recorte de un Presupuesto de Egresos federal que todavía ni siquiera se discute. Ya había dicho en otro texto que a la legitimidad de cuestionar la inequidad de la distribución de los ingresos la asfixia el propio Corral con mecanismos que, de acuerdo a su investidura, no están contemplados en ninguna norma estatal o federal. Por supuesto que también está la cuestión de su interés por sacar raja política personal, con el 2021 y el 2024 en el horizonte. Pero, en lo inmediato, lo que padece es una crisis de confianza superlativa.
Antes de eso, a mediados de agosto, Corral lanzó tramposamente un Plan de Inversión con el que piensa gastar 18 mil millones de pesos en obras de infraestructura donde las ciudades de Chihuahua y Juárez ocuparían más del 50 por ciento de tales beneficios. Los terminajos desdicen mucho del carácter esencial del gobierno y anuncian un sentido netamente empresarial de la cosa pública. Toda una desfachatez. Y aunque es un dinero que no se tiene todavía, ya existe toda una campaña publicitaria que incluye anuncios espectaculares en la vía pública, lo cual implica, obviamente, cierto gasto. Luego sobrevino el ánimo “caudillista” para reclamarle a la federación el recorte (está en calidad de supuesto) de 1 mil 500 millones de pesos a las participaciones que le corresponden al estado de Chihuahua.
En ese caso, Javier Corral no ha reparado en maltratar la autonomía del Congreso del Estado, un Poder Legislativo que, por otro lado, por sí mismo ha demostrado reiteradamente una postura tan abyecta como la que tuvo durante los seis años de saqueo del prófugo César Duarte. Ni uno ni otro han respetado la institucionalidad de órgano de poder alguno, pero aquel también ha dejado en la orfandad la promesa de respetar la división de poderes.
El comportamiento del Poder Legislativo es algo menos que deseable. Su enorme importancia para la vida política de Chihuahua y, más aun, de la salud democrática de la entidad, ha sido soslayada por todas las bancadas representadas en el Pleno. Aunque por algunos la llevan todos, es denigrante la reciente actuación de ciertos diputados, como ocurrió en la reciente agresión a los periodistas por parte del líder sempiterno del Partido del Trabajo, Rubén Aguilar, que es una cara de la moneda, de origen plebeyo, y la otra, como lo puede suponer, Fernando Álvarez, de noble cuna.
El añejo “incorruptible” de la izquierda chihuahuense ha repetido tantas veces su cargo en una curul, incluso al lado de sus parientes, que sus ideales hace mucho se marchitaron, incluso desde la época de sus encuentros con Manuel Bernardo Aguirre, el hábil gobernador al que le gustaba ponerle precio a todo. Por eso Rubén Aguilar traiciona, repele y asume que en su estafeta familiar está contenida alguna especie de cacicazgo de rancio abolengo, que debe poner en práctica de cuando en cuando en su coto de poder establecido en el Congreso local, a golpe de conjuras, alevosías y conformismo ciudadano.
Ahí mismo encontramos a una oposición que no ha sabido jugar su papel y, en cambio, se debate en batallas fatuas que asfixian los asuntos de verdadera importancia para Chihuahua. En otro terreno se inscribe el Poder Judicial cuyo Consejo de la Judicatura no ha podido solventar, tan sólo por mencionar un ejemplo de los muchos asuntos que ahí no cuajan, el tema del tráfico de influencias para la designación de jueces y magistrados.
Eso, el deterioro y la falta de respeto a las instituciones es lo que se ha convertido en el lugar común de los políticos con poder en el estado. Muchos lanzan al viento un discurso institucional que no se ve reflejado en los hechos, en los momentos cotidianos.
¿Al diablo las instituciones? Corral dice que sí, con hechos, que ni el incienso ni el agua bendita de sus tres capellanes logran purificar.