Hay ausencias que matan. En todo el país se deja sentir de muy diversas formas que la derecha ultraconservadora no descansa en sus propósitos. Tampoco en sus odios y mentiras. No se conforma con el viraje de 2018 ni con la instauración de una transformación a la que se le asignó un arbitrario número y quiere quitar los obstáculos que le permitan reconstruir, ahora de manera trágica, una hegemonía prácticamente teocrática. 

Se está manipulando la religiosidad del pueblo mexicano, a un tiempo por católicos y evangélicos, sin que nadie les ponga cortapisas ni freno. Al contrario, el gobierno federal actual ha auspiciado y solapado el crecimiento de estos últimos, se ha aliado políticamente con ellos y se ha olvidado de lo mejor que nos heredó la Reforma liberal del siglo XIX, la de Juárez, a quien se considera ícono de estos tiempos pero que poco se honra su legado.

Tanto el laicismo como nuestra historia que condujo a la separación de la iglesia del estado, tienden a ignorarse ya sin tapujos ni sonrojos de ninguna especie. Lo más grave en todo esto es precisamente que quienes detentan un poder público, han protestado cumplir y hacer cumplir la Constitución; en los hechos son los que ponen el ejemplo de su transgresión. Ya es rutina que el funcionario público se conciba como un ser providencial al que dios armó para servir al pueblo, que los discursos públicos estén plagados de evocaciones y alabanzas religiosas. Se violenta la ley de manera porfiada, a sabiendas de la lenidad de quienes deben aplicarla de modo puntual.

Cuando César Duarte se consagró a él y al estado de Chihuahua al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, fuimos unos cuantos los que levantamos la voz. Por mi parte presenté una denuncia fundamentada de hechos ante la Secretaría de Gobernación, que es la autoridad competente en materia de cultos y que encabezaba entonces el priísta Miguel Ángel Osorio Chong. Hasta la fecha no he recibido ni el acuse de recibo. En esa denuncia están contenidas, a mi juicio, las graves implicaciones de una pretensión teocrática respecto de temas centrales como los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, la imposibilidad de actuar así y respetar la dignidad humana en prácticamente todas las áreas del quehacer público del estado, es especial la salud. La lenidad a la que me he referido tiene aquí una expresión de desprecio tangible. 

Otro que levantó la voz, despacito, fue Javier Corral, entonces senador de la república. Entre una y otra denuncia, porque fueron las únicas que tocaron las puertas de las instituciones para que actuaran con responsabilidad, distó en los hechos una diferencia enorme. La causa fue que Corral procedió exclusivamente de manera testimonial; no le niego el mérito. Pero ya gobernador, permanentemente se hace acompañar de sus propios capellanes, como la hacía el denunciado Duarte, quizá porque piensa que detrás de la noche ha llegado un nuevo amanecer. Oportunismo puro, pues a las apariencias también se les saca jugo.

Hoy aquí en Chihuahua, y sin la más mínima muestra de autocontención para respetar la legalidad en la materia que me ocupa, esa derecha tiene en María Eugenia Campos Galván a su Juana de Arco, la Doncella de Orleans, que ahora se propone liberar a Chihuahua de la ideología de género, de la interrupción legal del embarazo, de los plenos derechos para todas las mujeres, de la diversidad sexual, del matrimonio igualitario, de la eutanasia y de todo aquello que proscriba los textos pontificios, importándole un bledo nuestra Constitución, la cual se comprometió a respetar por encima de todo en el desempeño de su función pública. Para lograr esto simula y disimula, pero sobre todo ya forma su santa alianza con oligarcas ultraconservadores y resentidos, panistas y priístas, que en esto cerrarán apretadas filas, opusdeístas, lasallistas, Caballeros de Colón, Legionarios de Cristo y demás órdenes y cofradías que hacen gala de sus secrecías. Los pastores también están ahí.

Cuando se defiende tanto el laicismo como la separación iglesia-estado, no se está proponiendo la irreligiosidad o la aniquilación de las diversas confesiones religiosas; al contrario, se defiende la plena libertad que en esta materia la Constitución dispone y garantiza. Incluso el laicismo moderno va más allá: le traza límites a las ideologías mismas en otros ámbitos de la sociedad. Las transformaciones que ha tenido el país han sido regresivas por la claudicación de los gobernantes, entre ellos Carlos Salinas de Gortari, que deformó el artículo 130 constitucional, y estas regresiones han corrido en paralelo con la ambición siempre desmedida y contumaz de las iglesias, en especial la católica, que entre más tiene más quiere tener. Hablo de una iglesia que no tiene compromisos con el pueblo raso; al contrario, sólo ve para arriba, como lo hizo Constancio Miranda cuando consagró la tiranía duartista, deshonrándose para siempre. Para ellos, lo que importa es el poder, el dios dinero, el sostenimiento de un aparato educativo confesional para la reproducción de líderes con un pensamiento único, y el apego hipócrita a un fundamentalismo que en muchas partes del mundo mantiene templos y seminarios prácticamente desiertos. 

Esa derecha de la que hablo no reposa, siempre está impulsando sus objetivos y en eso tiene su fortaleza. Sabe lo que quiere y lucha denodadamente, además tiene recursos sobrados para hacerlo. Es un hecho irrefutable frente al cual se levanta la pregunta central de este texto: ¿qué hacen los libertarios?

¿Dónde están esos abogados liberales que en su juventud le declamaron loas y ditirambos a don Benito? En su bufetes, en la función pública y en sus notarías, amasando dinero y viendo pasar el mundo desde la buhardilla. 

¿Dónde está la izquierda que brilla por su ausencia en esta delicada agenda? Buscando puestos con enorme pendencia. Parece profesar la filosofía que sintetizó Garizurieta: “Estar fuera del presupuesto es estar en el error”. Se trata de una izquierda que tiene clara conciencia oportunista de que esta agenda no da votos, y se desentiende precisamente del legado liberal de la época juarista, cuando encarar a un clero corrompido, monárquico, colonialista y latifundista era un verdadero y descomunal desafío del que salió triunfante. 

¿Dónde están las feministas que hacen alianzas ecuménicas con protagonistas de la derecha y que no advierten que eso limita el filo liberador de la causa general de las mujeres? 

¿Dónde están nuestros intelectuales y académicos? ¿Pero hay masones? Probablemente no los veo, o en ninguna parte, pero si existen, ya es tiempo de que levanten la voz y salgan de su nicho de confort donde reposan cómodamente adormecidos.

En el fondo lo que defiendo, y convoco a defender, es sencillo: los políticos, sobre todo los que tienen poder, tienen ganado el derecho a profesar la convicción que mejor les plazca, pero deben actuar con responsabilidad cuando están al frente de una función pública, de la dimensión y jerarquía que sea; nunca anteponer sus propias e íntimas convicciones, teniendo a la vista sus facultades expresas y limitadas y el carácter constitucional del estado que los constriñe. Católicos, evangélicos, agnósticos o ateos tienen plenos derechos para practicar la política y escalar a puestos públicos. A lo que no tienen derecho es a tratar de imponer sus propias creencias a todos los demás, y en ese marco han de atenerse a su función, que precisamente establece la Constitución como una especie de consenso o contrato social que surque en todas las direcciones la vida en sociedad. 

Así como para que el Estado democrático exista, se deben separar los negocios públicos de los privados para abatir la corrupción, tampoco es admisible, como sostiene Mary Warnock en su Guía ética para personas inteligentes, el solapamiento o mutua interrelación entre lo público y lo privado. A nuestros funcionarios debemos exigirles que no se justifiquen, como dice la autora, con el “siento que debo”, porque eso significaría hacer tal o cual cosa porque mi religiosidad o ideología esté por encima de la ley. 

Pongo un par de ejemplos que ilustran bien lo anterior: el obispo católico de Madrid, monseñor Alberto Iniesta, durante la España que salía del franquismo, dijo: “Mi conciencia rechaza el aborto totalmente, pero mi conciencia no rechaza la posibilidad de que la ley deje de considerarlo un hecho delictivo”. A su vez Valéry Giscard d’Estaing, católico sin duda y presidente de Francia, afirmó:

“Yo soy católico, le dije al papa Juan Pablo II, durante una entrevista realizada en El Vaticano, pero soy presidente de la república de un Estado laico. No puedo imponer mis convicciones personales a mis ciudadanos, sino más bien lo que tengo que hacer es velar porque la ley se corresponda con el estado real de la sociedad francesa, para que pueda ser respetada y aplicada. Comprendo, desde luego, el punto de vista de la Iglesia católica y, como cristiano, lo comparto. Juzgo legítimo que la iglesia católica pida a aquellos que practican su fe que respeten ciertas prohibiciones. Pero no es la ley civil la que puede imponerlas con sanciones penales, al conjunto del cuerpo social. Como católico estoy en contra del aborto; como presidente de los franceses considero necesaria su despenalización”.

Grandes ejemplos, sin duda.

Y ahora sí quiero afirmar que así como hay ausencias que triunfan, como dice la canción, también hay ausencias que matan. Por eso convoco a los libertarios a dar una batalla franca y sostenida por todos aquellos ideales, como el laicismo, la tolerancia y la libertad, que nos pueden permitir a todos coexistir y vivir en paz; lo contrario significa la imposición de un integrismo fundamentalista, cuando no un totalitarismo teocrático que hoy, diga lo que se diga, no tiene más sostén que una política de odio y adversarios que puede dañar la viabilidad misma de la república. 

Pongámonos en ruta.