Irma Campos Madrigal murió de cáncer de mama. Siempre y por riguroso hábito siguió los protocolos médicos preventivos, pero aun así un día se encontró –con gran fortaleza de mujer acostumbrada a luchar contra la adversidad– con esa enfermedad. Toda su vida comenté con ella las palabras de Norman Mailer referidas a esa lepra del mundo moderno y las convertimos en motivo de una convicción de nuestros múltiples quehaceres en las luchas que compartimos y en las que nos empeñamos por varias décadas. Para ese escritor estuvo claro que “ninguna fundación para la investigación del cáncer podrá descubrir el daño que el conformismo hace a la mente, al corazón, al hígado y a los nervios”, ese conformismo que mata lento, de manera indefectible, que nunca la venció porque fue una guerrera de primera línea y que por una jugarreta de la vida fue afectada por ese otro cáncer que hoy ocupa, bajo el color rosa, la atención de todos.

Irma fue una vida entregada a las otras sin olvidar a los otros. Feminista casi instintiva desde sus primeros años de vida consciente; luego, a la hora en que su opción por el socialismo llegó, siempre extrañó que tras las grandes banderas de esa utopía se escondía la idea de que con la liberación humana, superadora de la enajenación, llegaría finalmente la hora de la mujer en el mundo. Descreía de eso. Cuando escuchaba las voces de Marx, “el hombre como ser genérico”, siempre se preguntaba ¿y por qué está ausente ‘la mujer’? De tal manera que nunca creyó que el binomio hombre-mujer se pudiera entender lisa y llanamente bajo el común denominador del hombre varón. Sospechaba de la utopía predominante por la inexpresividad, el silencio, la invisibilidad de las mujeres. Por aquellos años 60, y los que le siguieron, dentro de la gama de grandes teóricos del marxismo, empezando por los fundadores, optó por cobijarse en Rosa Luxemburgo, aunque hoy sabemos que para la gran polaca el tema de la mujer, con la relevancia que hoy ha cobrado, no formó parte de su agenda y reflexiones, por lo demás enormemente fecundas (basta y sobra que se puso a la par de las vacas sagradas de su tiempo y aun del mismo Lenin desde momentos muy tempranos).

En la escasez de literatura de aquellos años, buscó aquí y allá. Se encontró con Alejandra Kollontai, después con el socialdemócrata Augusto Bebel y su obra La Mujer, y de él siempre recordó el rol a que estaba sometida en una sociedad de Las Tres K (Kinder, Küche, Kircher), que traducido al español significa “Niños, Cocina e Iglesia”, los tres vértices de una sociedad judeocristiana que en la realidad desprecia la vida de la mitad de la humanidad. Después llegaron los libros clave, en especial los de Simone de Beauvoir, y de ahí un torrente de lecturas, cursos, talleres, encuentros nacionales e internacionales. Poco antes de morir, supo de Mil soles espléndidos del afgano Kahled Hosseini. Irma fue, empero, una mujer de acción, desde luego preparada, abogada, que tomó causas y las sostuvo con gran tenacidad, en un entorno cargado de prejuicios y animosidades.

Formando parte de un grupo de académicos que intentó la democratización de la UACH, fue excluida, no obstante sus grandes capacidades para la academia y la enseñanza. Hizo de su profesión un gran baluarte: se conoce su presencia en las luchas obreras y sindicales, su litigio en asuntos de índole privada fue ejemplar y hoy desconocida, ya que su gestión en este ámbito entrañó restañar agravios enormes contra niñas y en general esposas, mujeres ofendidas por la violencia y la denostación sociales, ubicadas en las capas del privilegio político y económico. No se diga en los ámbitos donde la vulnerabilidad crece por la pobreza. Son expedientes que pertenecen a las dolientes. Hubo casos en los que su sola presencia y eventual presentación en un tribunal orillaban a los agresores a desistir de sus malévolos empeños. Así, he sido testigo de la gratitud que muchas mujeres le guardan y cuyas historias de vida quizá nunca trasciendan a la publicidad.

Hay una experiencia en el litigio laboral que la pinta de cuerpo entero: cuando los trabajadores de Aceros de Chihuahua –exclusivamente varones– se pusieron en movimiento e iniciaron una de las más importantes huelgas del siglo XX mexicano y vieron que el panorama se ofrecía sumamente adverso, Irma Campos organizó a las mujeres, a las esposas y las hijas, a las madres, y ese aliento resultó definitorio para ganar un conflicto que se tardó 25 años en resolverse y cuya conclusión ya no le tocó ver porque murió un año antes. Pero no se trató de una simple acción de atrincheramiento de las mujeres detrás de sus hombres. No. A la hora de hacer las liquidaciones partió en dos el patrimonio y entonces todo el que estaba casado por sociedad conyugal tenía su 50 por ciento asegurado. Fue la consecuencia de percibir la doble jornada en términos realistas. Si la mujer trabaja en la casa para que el hombre provea desde el salariado, la injusticia capitalista dejaba impago aquel trabajo, y un sindicalismo progresista no podía caer en la misma trampa. Así, la abogada Irma Campos se convirtió en una especie de heroína de las mujeres de Aceros. Se trata de un hecho único, incluso que supera la anécdota de haber sido prisionera junto con sus hijos, así sea por unas horas, por atreverse a desafiar las buenas conciencias de los panistas y priístas que en 1985 se escandalizaron con el “encuere” público de los trabajadores.

Quizá cuando pasen los años y se generen historias con rigor científico, sea recordada por su tenaz lucha contra el feminicidio chihuahuense, particularmente centrado en Ciudad Juárez. A la hora de esa lucha, la gran recepción de los derechos humanos se convirtió en un matiz para reencausar combates con mayor vigor y trascendencia transversal a toda la sociedad. Fue un fenómeno mundial y aquí se reflejó en las calles. Hay una tercia de mujeres que pesan bastante en esta historia: María Elena Vargas Márquez, Irma Campos Madrigal y Esther Chávez Cano, que dejaron de estar en la vida, progresivamente y en ese orden. Vidas admirables que la foto de Friedrich Seidenstucker, que acompaña este texto, siempre me las recuerda por su solidaridad, por su sencillez, por su abnegación y por algo que fue el denominador común de las tres: sus acciones y los fundamentos que siempre les encontraron. Son tres vidas fundacionales en esta tierra de lucha de las mujeres, que creyeron en la autogestión, que supieron ser protagonistas pero también discretas y que, frente a la adversidad, levantaron la voz sin esperar nada a cambio. Inconformes con su tiempo, una de ellas levantó la mano contra sí misma, y a las otras dos las doblegó el cáncer. Muchas veces me he preguntado si este terrible mal se produjo por el gran desasosiego y malestar que afecta a la cultura dominante, pero no tengo respuesta precisa alguna.

Cuando un caminante sale del Palacio de Gobierno en Chihuahua o cruza uno de los puentes internacionales de Ciudad Juárez, topa con una cruz de clavos que recuerda la instrumentalización y victimización de las mujeres, la arraigada convicción de que tienen un rol secundario en la vida que las reduce a objetos. Son cruces que se propusieron convulsionar a quien camina por esos espacios públicos, no lanzan reproche alguno, utilizan la cruz de muchos más años anteriores al Gólgota para reclamar la más miserable de las violencias y torturas. A esas cruces se adosaron litografías de pintores, poemas, condenas contra la barbarie y la sumatoria de clavos que simbolizan víctimas femeninas, para que no haya ni una más en el camino de la depredación y la muerte. Me ha gustado, a últimas fechas, que mejor se inviertan los términos y los signos de la aritmética, para exigir “Ni una menos”.

No tengo duda de que la mejor definición de Irma Campos Madrigal fue una vida para las otras y los otros. Cuando advirtió que un gran mal se había hospedado en su cuerpo, la historia genética de la familia siempre había sido una admonición, lo primero que hizo fue padecer hasta el límite en la discreción y el silencio. Que los que la rodeábamos no nos diéramos cuenta, no nos preocupáramos, no sufriéramos. Inadmisible su decisión, pero dictada por un corazón generoso y, sobre todo, valiente.

Pero eso no se puede ocultar y tarde o temprano los hechos saltan y golpean a los ojos. Iniciaron los años aciagos, de la solidaridad, de la compasión que jamás le agradó, de la benevolencia de los médicos y las enfermeras, de la quimioterapia, la radiación y la medicina del dolor, de hacer de la dignidad de la vida algo que se pone en acto para dejar de ser retórica y una voluntad enorme dictada por el amor a vivir, porque si hay algo que la definía era precisamente vivir. Pensando, amando (el cáncer que la afectó ya no permitió el amor pleno que brota de los pinceles de Modigliani, y ese sufrimiento casi no tiene igual), cocinando, porque para este oficio tenía enorme talento, luchando por los demás, ocupando el lugar que siempre buscó para sí misma, tomando la pluma para publicar, y algo valioso, muy valioso: jamás entregarse a la actitud de ser un encargo para los otros, los que la queríamos y amábamos.

Así, fue una vida que al presentarse el percance, duró puntual los cinco años que dictaminó el patólogo. Continuó en la adversidad con una vida feliz, de la cual sobresalen dos momentos en su ánimo: la recepción del premio “María Luisa Reynoso”, una distinción cristiana aceptada por una atea contumaz; y su participación, a unas cuantos días de su deceso, en el Segundo Éxodo por la Vida, frente al Hemiciclo a Juárez, en la Ciudad de México, el 10 de noviembre de 2009, que concluiría en Ciudad Juárez. El arranque de ese Éxodo se dio justo un día después de cumplirse 20 años de la caída del Muro de Berlín, que Irma comparó con el persistente muro de cristal que excluye a las mujeres y anula sus derechos, sobre todo una vida libre de violencia. El recuerdo de ese aniversario, quizá en su alma, le recordó los primeros tiempos de la utopía a la que se había adscrito en la juventud. Ya había pasado mucho, demasiado tiempo.

Irma partiría de otro modo, pero antes dijo a las mujeres participantes de la marcha: “Quiero pedirles a las compañeras que marcharán a lo largo del territorio nacional que cuando el cansancio llegue, piensen en el sufrimiento de quienes fueron ultimadas por el hecho de ser mujeres y tomen conciencia de que ustedes son el aliento que atempera mi dolor y me invita a derrotar la adversidad que me circunda”.

Aunque yo le recordaba con la canción que tiene el doliente llamado “amor no fumes en la cama”, comprendí que a mujeres como ella “en los momentos cruciales de la vida, la ayuda de un cigarro es más eficaz que la de los evangelios”, creo dijo el rumano Cioran.

El cáncer de mama venció su cuerpo, pero el conformismo nunca la derrotó. Para mitigar el dolor, me reconforta la lírica de José Emilio Pacheco: “Un día volverá / por las calles / que nacerán para existir como entonces (…) Pero no (…) ¿Qué harían sin ella los muertos?”.