Si Martín Luis Guzmán viviera, seguramente renegaría del homenaje que el duartismo le hace al poner su nombre, con letras de latón (dicen que de oro), en los muros del Congreso del Estado de Chihuahua. Es obvio que esta frase es un lugar común, pero no por ello menos válido, si nos atenemos a quienes han votado que el gran escritor quede al lado de personajes de alta distinción y consideración. Martín Luis nació aquí en Chihuahua, precisamente en un lugar ubicado cruzando la calle donde está la sede del Legislativo. Pero no es precisamente la circunstancia de su nacimiento lo que sería la causa eficiente para el homenaje, sino su obra cimera a lo largo de muchos años en el campo de las letras mexicanas, a las que llevó a un nivel reconocido por tirios y troyanos.

Daniel Cosío Villegas no tuvo empacho en reconocer la envidia que le tenía por la galanura presente en buena parte de sus textos, en particular la que está presente en su novelística. Para comprender la etapa de juventud de Martín Luis Guzmán, encuentro estupendo el libro de la académica Susana Quintanilla, ‘Nosotros’, la juventud del Ateneo de México, de reciente factura (2008), donde nos remite a las postrimerías del porfiriato y al ambiente intelectual que se vivía, en especial el papel de la juventud que se congregó en el Ateneo y del cual el propio escritor chihuahuense fue parte, junto con figuras señeras de la talla del dominicano Pedro Henríquez Ureña, el indispensable Alfonso Reyes, y el no menos significativo José Vasconcelos. Hay otros, pero la maestra se centra en ellos.

Ese grupo regresó al mundo griego para sacar gran aliento en un momento en que estaba por estallar la revolución maderista y en el plano intelectual se daba ya la disputa contra el positivismo, que llegó a México con Gabino Barreda y se convirtió en el credo oficial del grupo de los científicos porfiristas. Así, los eruditos descubren en la prosa de Guzmán las huellas del gran trágico Esquilo. Entonces México empezó a tener una apertura que, arrancando de los orígenes en la legendaria península del Peloponeso, prácticamente llega hasta nuestros días en una rica herencia, nacionalismo aparte, frecuentemente desdeñada, que se quiere recuperar con paupérrimos homenajes como el que se intenta ahora en Chihuahua, aunque poco se lea a un escritor de enorme valía como Martín Luis Guzmán, y menos se comprenda como crítico del entronizamiento de los grupos revolucionarios a la hora de consolidar el poder por el bando carrancista y luego el sonorense, que con férrea mano sostuvieron Álvaro Obregón y Plutarco Elía Calles, y que le obligó al disidente tomar el camino de Veracruz rumbo al exilio para ponerse a salvo del militarismo mexicano de los años 20.

La obra de Martín Luis está ubicada entre las fundamentales para comprender la Revolución mexicana. Lo mismo está en el discurso bien construido como obra de arte que en la conferencia, en el periodismo, la novela y la crónica de gran aliento como la que tiene por figura a Francisco Villa. Sería difícil, en unas cuantas líneas, pretender reseñarla, de tal manera que me detendré en cuatro o cinco recuerdos, el subrayado de hechos trágicos, como la matanza de Huitzilac y –¡oh, desgracia!–, su mal paso durante el gobierno de Díaz Ordaz, particularmente su descalificación, muy propia de la Guerra Fría, del movimiento estudiantil de 1968, en el que juega como motivo esencial su aversión al comunismo.

Empiezo por recordar El águila y la serpiente, ubicada en lo que luego se catalogó como “novela de la revolución”. Aquí se recrea magistralmente el ambiente intimista en el que desplegaban sus labores figuras emblemáticas como Carranza, el “primer jefe”; Felipe Ángeles, Francisco Villa, Rodolfo Fierro, Ramón F. Iturbe, los sonorenses, y otros que no vienen a mi memoria en este momento. Se retrata la “cultura cívica” de estos líderes; con esto quiero decir que eran revolucionarios que luchaban contra los porfiristas y su deriva de la usurpación de Victoriano Huerta; pero lo hacían, en muy buena medida, siguiendo los cánones que había tomado como punto de partida la misma cultura dominante del porfiriato. No por otra cosa el antiguo y oscuro senador por Coahuila, luego gobernador de ese estado, a la hora del golpe militar de los canallas que asesinaron a Madero y Pino Suárez, se empieza a levantar como el hombre de Estado que se había formado en el viejo régimen, que había leído pacientemente México a través de los siglos y que no dudaba en exaltar todos los símbolos del poder y la burocracia que dieron sustento a la dictadura, con todo y sus manuales jurídicos y colecciones de leyes. Por eso se hizo llamar “el primer jefe”, y además “encargado del Poder Ejecutivo”.

Con poco peso militar y un bagaje grande en el manejo de las formas políticas, luego de sus fracasos al insurrecionarse en Coahuila, cruza Chihuahua por el sur (estuvo en Guadalupe y Calvo) para llegar a Hermosillo, Sonora, donde despuntaba un racimo de hombres que luego tendrían una importancia superlativa en la historia del país, pero que a la llegada del “primer jefe”, estaban en disputa, lo que le permitió al fuereño, con discursos populistas, pero sobre todo valiéndose de la intriga y la manipulación, ir consolidando su poder hasta derrotar a Huerta, al mismo Francisco Villa, promulgar la Constitución de 1917, y hacerse presidente de la república, ya no un simple “encargado”, para luego ser sacrificado por el grupo obregonista con base en el Plan de Agua Prieta. Cuando señalo esto, lo que quiero decir es que esa historia se entiende de manera impresionante cuando se lee El águila y la serpiente, como bien se comprende, también, ese lado oscuro de la Revolución mexicana en el que asoma la barbarie, si tomamos como referente el magistral relato de La fiesta de la balas, que nadie que se precie de ser mexicano y chihuahuense puede dejar de leer, y que precede a una narración de la iniciación del villismo con la fuga del guerrillero y propiamente la macabra fiesta que refiero.

Pero es La sombra del caudillo, a mi juicio, la obra magistral del homenajeado, para comprender lo que luego sería el ejercicio, estilo, contenido, del poder por los revolucionarios que encabezaron el Estado mexicano a lo largo de setenta años. Ahí encontramos desde la banalidad más grotesca, hasta la corrupción política que en aquel entonces era un pálido preludio de lo que hoy tenemos. Me gusta La sombra del caudillo porque con su lectura palpo los estilos y veleidades del poder, los mensajes cifrados, las lealtades ambiguas, el coñac, el papel de las putas, los autos Packard, el enriquecimiento de los ignorantes y el malejercicio de las encomiendas que se les asignaban, especialmente a los militares matones y sin escrúpulos. Claro que también están ahí los futuros creadores de la “institucionalidad perdurable” que tuvo México.

En esta obra la revolución aparece como el mitológico dios Saturno, que acostumbraba devorar a sus hijos. Esos años son años de muerte y sacrificio. Los que estaban arriba caían en desgracia, pero no sólo, también debían ser inmolados; y así rodaron las cabezas de Carranza, Zapata, Obregón, Villa, y particularmente por la lección histórica que deja las que cayeron en Huitzilac, en medio de una disputa por el poder presidencial en el que sólo cabía un hombre y que quedó como lección hasta los años que llegan a estos días. Estaba en el útero el ogro filantrópico que luego desplegó todas sus artes, buenas, malas y desastrozas. La ruindad asoma en las escenas de los generales que profesan lealtad y anuncian la actitud del que se bandea, pero que lo explica como algo natural y sin importancia, con las consabidas prevenciones para que cualesquiera que gane tenga en la lista de los fieles aun a sus más acérrimos traidores.

El viejo Libro rojo, en la continuación de Gerardo Villadelángel Viñas, alcanza a la matanza de Huitzilac, poblado del estado de Morelos, y perpetrada una fría mañana de octubre de 1927. El general Francisco Serrano, dedo pequeño del caudillo, pero no por ello favorecido para la Presidencia, es asesinado con los suyos, de la forma más artera y miserable que podamos imaginar. Martín Luis recreó ese momento y La sombra del caudillo se inmortaliza por eso. Villadelángel extrae la conclusión idónea, antes ya dicha por muchos otros: “Sobre la sangre derramada en Huitzilac se cimentó el sistema político que gobernó al país durante más de setenta años, un sistema sustentado en la represión, la arbitrariedad, las corruptelas, el abuso; el régimen del partido único que emergió de esos asesinatos fue capaz de cooptar, violentar y suprimir impunemente a quien quiso”. Cuando leemos estas palabras estrujantes no tenemos más remedio que hacer una mueca, porque los homenajeantes de hoy quisieran hacer lo que en aquellos años se consumó. Por eso afirmo que carecen de autoridad moral para este evento cosmético.

A fin de no alargar este texto, me referiré a dos hechos singulares en la vida de Guzmán. La primera, su actitud casi apostólica para que se respetaran las Leyes de Reforma dictadas por Juárez y los liberales, que sostuvo contra viento y marea en un México que progresivamente las iba abandonando hasta llegar a la flagrante violación durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Aquí en Chihuahua, y en reconocimiento a esa invaluable labor, la Universidad de Chihuahua –la de entonces, que la de ahora ya se perdió– le concedió el título Doctor Honoris Causa el 17 de diciembre de 1958, precisamente el Año del Pensamiento Liberal Mexicano, dictando en el Claustro de Maestros y Alumnos una conferencia verdaderamente magistral que nos recordó el indispensable proceso de secularización para que exista un Estado moderno, y no en lo que se ha tornado, a consecuencia del “partido de los serviles” que han “consagrado” a Chihuahua en los términos en que lo hizo César Duarte ante la jerarquía del clero católico, encabezado por Constancio Miranda Weckman. Contra ese crimen sólo se levantaron en Chihuahua, separadamente, dos voces, sustentadas en la ley: la de Javier Corral Jurado y la de quien esto escribe, que en sendas Quejas llegaron a la Secretaría de Gobernación para obtener la remediación obligada. La respuesta ha sido obvia: Osorio Chong se ha sumido en el mutismo completo. Tenemos leyes pero no se respetan.

El otro hecho es la malhadada actitud que adoptó Martín Luis Guzmán con el movimiento estudiantil del 68. Si él se hubiera pronunciado por los estudiantes de la UNAM y del Politécnico, y más allá de estas instituciones, por la patria de la juventud, como la llamó Jesús Vargas Valdez, hoy sería uno de los grandes héroes en este momento. Todo un yerro. Pero en un país con una revolución como la mexicana, estas actitudes han sido abundantes; en este caso es abominable por apoyar y solapar a un gobernante criminal como Díaz Ordaz y sus cómplices Luis Echeverría Álvarez y Alfonso Corona del Rosal. Pero con todo y eso, el bisturí que nos permite diseccionar y ver de mejor manera el pasado, arroja un balance en el que los primeros años y toda la obra que se desplegó por décadas, estará a buen resguardo de la inteligencia y la cultura. Sólo dejo constancia de que aún recuerdo que en 1968 me dolieron, y mucho, las palabras favorables a la tiranía, pronunciadas por un autor que mi padre me recomendó como uno de los grandes cuando leía las memorias de Pancho Villa.

Que Duarte intente un homenaje en las postrimerías de su cacicazgo, no me extraña; por lo demás, intenta agarrarse de lo que sea. Ya el juicio de los chihuahuenses lo ha clasificado: sería uno de los peores y más ruines hombres que se describen en algunas de las obras del hombre que un día nació en Chihuahua, y por accidente.