Esta columna intentará hoy salir de lo ordinario, al menos en cuanto al destinatario del mensaje que contiene: el escritor fantasma que habita las sombras –y los errores ortográficos– tras los artículos que publica en medios impresos el autonombrado tapado de la Cuatroté en Chihuahua, Rafael Espino de la Peña.
Sobra decir que se trata de un antiguo vicio del mundo editorial abrirle las páginas a cuanto pendenciero se aparezca en el umbral de tal o cual proceso electoral. Así, por ejemplificar algo reciente, se recuerda el infame arribo de Cruz Pérez Cuéllar a las páginas de un rotativo para actuar como francotirador a sueldo de César Duarte –luego de su pleito interno en el PAN con su compadre Javier Corral– al dedicarse temporalmente como “opinador” de un periódico local a denostar una lucha contra la corrupción que Pérez Cuéllar creía que Corral lideraba, justo en los momentos en que la ciudadanía ponía en jaque al gobernador corrupto hoy preso en Miami. También está el caso de la alcaldesa de Chihuahua, Maru Campos, como “editorialista” de oportunidad en medios impresos.
Así le ha ocurrido a presidentes de partido, líderes de cámaras, candidatos que parecía que ganarían pero naufragaron…, pero todos ellos sufrieron el mismo destino: apenas perdieron poder, o las posibilidades de obtenerlo, terminaron fuera de las páginas de los medios.
Hoy es el turno de Rafael Espino, o mejor dicho del escritor fantasma que le redacta artículos cada vez más sesudos y que, sin embargo, no pasarían la prueba de un maestro universitario, empapado en las aguas de la modernidad informática, que fácilmente podría descubrir el copy paste en que se basan sus “colaboraciones”.
Aprovecho para hacer una pequeña digresión: es dable, en ciertas ocasiones, que al “castellanizar” el nombre de algún personaje extranjero éste se escriba y lea para mayor comprensión del lado de nuestro idioma. Así, por ejemplo, es muy común escuchar que alguien se refiera a “Adolfo” Hitler, “Carlos” Marx, “Alberto” Einstein, “José” Stalin, “Federico” Nietzsche.
No obstante, el más reciente artículo de Espino, La libertad de expresión y el ejercicio del poder, cita erróneamente por su nombre al filósofo francés “Michael” Foucault. Visto así, se entendería –y es algo que hasta podría discutirse– que dicho artículo estaría dirigido a un pueblo de habla inglesa con la intención de acercarlo a ese tipo de público, tal y como ocurre en el mundo de habla hispana al “castellanizar” nombres como los referidos en el párrafo anterior. Por supuesto no es ninguna obligación actualizar dichos nombres a tal o cual idioma, aunque suena bien darles algún toque de apropiación.
A pesar de lo incipiente, si partimos de que el nombre de Foucault es “Michel”, como se escribe en francés, entonces en español bien podría decirse “Miguel”, o “Miguelito”, ya en confianza, si es que se está familiarizado con el autor y su obra. Pero no “Michael”.
Por otro lado, el artículo de Espino no desarrolla, en realidad, ningún concepto a profundidad. Eso, como digo, es el problema del copy paste desde internet, sin dar crédito a la fuente. Sólo se refiere a la “parresía” (hablar con franqueza o hablar libremente). Es el pretexto de Espino para hablar bien de “los periodistas valientes y defensores de derechos humanos (que) han revelado continua y valientemente (sic), múltiples hechos atroces y vergonzosos, que no sólo han exhibido las deficiencias de nuestro orden legal, sino que reflejan el mantenimiento de un sistema de seguridad y justicia degradado que requiere modificarse”.
Y tiene razón. El problema es que él mismo, desde eso que ahora llaman, pero que es cierto, su “zona de confort”, forma parte de un sistema de valores que ha impedido el progreso democrático a partir de la libertad de prensa como uno de sus pilares, y del fallido resguardo de las garantías para el ejercicio compensado, seguro y profesional del periodismo. Él mismo es, en este momento, parte de ese pacto prensa-poder, y lo demuestra el hecho de ser hoy un “analista” de ocasión, a las puertas de un proceso electoral en el que podría ser candidato a gobernador, con todo lo que ello implica.
En suma, este abordaje de Espino, gracias a su escritor fantasma, parece inscribirse en la esfera de lo que enuncian las revistas del corazón: trucos para parecer más inteligente. En una de ellas, de vieja edición, se puede leer que “el coeficiente intelectual (IQ) se fija a una edad pequeña” y sugiere a los interesados que si esto no puede cambiarse, es posible alterar el modo en que las otras personas lo ven.
El mensaje final suena muy actualizado como para endilgárselo a Espino: “Recuerda –recomienda la revista– en el mundo real, la percepción es la mitad de la batalla”.