Hacia finales de mayo circuló en algunos medios del país la noticia de que al Instituto Nacional Electoral (INE) lo quieren someter a un proceso de privatización vía el establecimiento de certificaciones conocidas como “ISO”. Tal pretensión empresarial, preocupada por la llamada “calidad total”, la preconiza, entre otros, el magnate Carlos Slim, acompañado en esto por el diácono Carlos Gadsden Carrasco. Es un proyecto que demuestra que al INE se le somete a presiones muy fuertes: de un lado el desprecio del gobierno federal por la autonomía, de otro este intervencionismo inadmisible. 

Han reaccionado adecuadamente constitucionalistas que subrayan el carácter peculiar del INE, que no admite esta injerencia y desde luego que los particulares pretendan fijarle normas que sólo el Congreso de la Unión puede hacer. A su vez, el actual consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova Vianello, ha puesto en relieve que esas pretensiones alteran el orden político electoral establecido por las autoridades soberanas; otros personajes dicen que esta pretensión es producto de las ignorancia. No lo veo así. Aquí lo que tenemos es un exceso de conocimiento que busca torpedear una institución muy valiosa para la república. 

Esto no significa que el INE sea perfecto y que no admita una serie de reformas que lo abaraten, profundicen su ciudadanización y lo desburocraticen; pero de ahí a que Carlos Slim lo quiera “comprar” hay un abismo. No es como los jugosos negocios que lo enriquecieron y que adquirió a precio de quemazón, como las importantes empresas que alguna vez fueron del estado.