México no ha sido, no es, ni será una autarquía. Vivimos en un mundo interdependiente en el que proponerse la autosuficiencia o la meta de lograr la condición de autoabastecimiento es tanto como negarse a la colaboración externa ineludible. Ni siquiera corresponde a los gobiernos aislar un país, menos en esta era de conectividad mundial.
Finalmente se confirmó que Andrés Manuel López Obrador no asistirá a Osaka, ciudad japonesa donde se celebrará la catorceava reunión cimera del G20. Se trata de un foro del más alto nivel económico y político al que pertenecen las principales economías del mundo, por ejemplo China, India, Estados Unidos, Rusia, Alemania, Brasil y Argentina, entre otras. Es un grupo que representa al 66% de la población del globo, el 85% de la producción mundial, y para decir lo obvio, la más alta cumbre de jefes de Estado en cuyo club está México por su peso específico y por derecho propio.
Como toda reunión de este tipo, habrá diagnósticos y polémicas, discusiones palpitantes del mundo de este momento y de las cuales México no puede estar separado o ajeno. Se podrán esgrimir mil argumentos, pero no habrá ninguno válido para soslayar ese compromiso; la política externa o internacional del Estado mexicano desciende con la decisión, personalísima, de quien tiene la obligación de reorientar nuestro papel en el mundo de manera activa. Sólo una idea autárquica e irracional, dañina al país, puede orientar este tipo de decisiones.
Se transige así ante la complaciente costumbre de la plaza pública, antes que ir a un foro de iguales a exponer la delicada situación que tiene México para confrontarla precisamente con los líderes mundiales, corresponsables del status quo planetario. Se podrán dar interpretaciones de porqué no ahora y probablemente sí después. Pero en esto, oportunidad que se deja pasar es oportunidad que se pierde. Que acudirán indeseables jefes neoliberales, racistas, guerreros económicos en potencia o en acto, es cierto; pero ahí, en ese preciso lugar, es donde se debe escuchar la voz del país, y al no suceder así todos perdemos. Que se trata de compañías non gratas, algunas, puede ser cierto, pero para eso se inventó la diplomacia, más cuando se muestra porte y habilidad para practicarla.
La ausencia del presidente mexicano es lo que alguna vez narró –aunque por otras causas– Arthur Koestler: “…este temor a encontrarse en malas compañías no constituye una expresión de pureza política, sino a una falta de confianza en uno mismo”. O como decía el propio López Obrador en la política doméstica, con el poema diazmironiano, “hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan… ¡Mi plumaje es de esos!”. En otras palabras, de poner en práctica que se es peje pero no lagarto. En fin, hablo de lo que ya no fue: una ausencia deplorable. En el fondo, López Obrador exhibe una recurrente debilidad personal; al respecto me apoyaré en un recuerdo, cuando colaboré en su Comité Ejecutivo Nacional del PRD, donde su conducta omisa de hoy puede ser un síntoma de su comportamiento ante el mundo, del que ningún político de relevancia puede prescindir:
Los días 22 y 23 de marzo de 1999 se celebró en el Museo de Antropología de la Ciudad de México la “Reunión Regional América Latina y El Caribe” auspiciada como foro de alto nivel por la Internacional Socialista. El PRD y su presidente López Obrador eran invitados naturales y más que importantes, diríase que imprescindibles por representar a la izquierda del país. Asistieron exjefes de Estado y primeros ministros como Felipe González, de España; Shimon Peres, de Israel; Mike Moore, de Nueva Zelanda; Raúl Alfonsín, de Argentina, entre otros. También estuvo presente la disidencia cubana y empresarios de alto rango como Carlos Slim y Lorenzo Zambrano (†), e intelectuales de diversos países. En algún momento el mexicano Porfirio Muñoz Ledo presidió la reunión. Escondidos en las sillas traseras y por el fraude que habían realizado, estuvieron Jesús Ortega Martínez y Amalia García. El que esto escribe asistió como un simple observador y da testimonio de la calidad de los debates en torno a la globalidad, la importancia de la riqueza cultural, la interdependencia mundial y la necesidad de fincar la cooperación internacional sobre bases de equidad, soberanía activa y definición de políticas internacionales, ajenas a toda pretensión imperial o neocolonial.
Pues bien, el invitado principal no acudió. López Obrador prefirió quedarse en su oficina, pudiendo haber sido un protagonista de primer nivel en un foro en el que, por otra parte, tampoco se le dio la calidad de gran ausente, de igual manera que seguramente no la tendrá en la reunión de Osaka, como ya se afirma en los círculos internacionales. Es claro que las autarquías de este siglo 21 son una antigualla, y si me apuran un poco, ambición dictatorial.
Nuestro país tiene compromisos mundiales que no se sustituyen con misivas. Obliga a la presencia del que tiene la dualidad, en este caso, de la jefatura del gobierno y la representación del Estado como una totalidad. Extraña que este hecho no haya sido consultado en algún ágora del país, sólo para vernos más provincianos y con pretensiones autárquicas. La política es una acción de responsabilidad, y la política internacional no puede dirimirse en favor de las convicciones personales; en todo caso, deben primar los altos intereses del país en un foro de esta envergadura.
Quienes han abordado los temas de la política exterior mexicana, se especializaron por razones obvias durante mucho tiempo en la relación con los Estados Unidos; hasta se llegó a hablar de los “vecinos distantes”. Los historiadores resaltaron los buenos tiempos de Juárez, y hasta de Porfirio Díaz. En la etapa del nacionalismo revolucionario el general Cárdenas se convirtió en un ícono. Después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría se privilegió mucho la voz del imperio para no descarrilarse. Pero aún así, la posición de México ante Cuba fue contundente por su independencia, expresada en Punta del Este, Uruguay.
Pero en los últimos lustros no hay experto serio que se pronuncie por el ausentismo en los foros de alto nivel –no pocos, con los que México tiene obligaciones y derechos–, y a contrapelo de esto, recomiendan que el Estado mexicano tenga una política internacional altamente activa, multilateral, defensora de los principios que han alimentado esta materia, porque ese es precisamente el mejor ámbito para defender lo que a México le corresponde. Dejar pasar es perder.