[Hace catorce años escribí el presente artículo, pero esta ocasión, con el deseo de compartirlo como un ejercicio de actualización, me llevé la sorpresa de que pocas cosas han cambiado en México y el mundo. Le dejo, incluso, el mismo título].
En esta época y en este momento resulta una necedad –por decir lo menos– publicar una columna política en pleno diciembre. Y es que no sólo la política tradicional cae en una especie de tregua, sino que la gente sensata se entrega al espíritu festivo soslayando las áridas vicisitudes y recovecos de dicha actividad; así se imponen, pues, los nudos hogareños, el desenfrenado deseo de comer y beber y las actividades religiosas que recuerdan el acontecimiento de Belén. En sincero resumen, estas palabras configurarían una disculpa y anunciarían una corta despedida con amenaza de reencuentro entrado el mes de enero del año por venir, si no fuera porque leí en varios diarios una noticia insólita: la reaparición de Ebenezer Scrooge, al que creía desde mi tierna infancia como un banquero avaro y gruñón que se tornó bueno y filántropo los últimos días de su vida merced al espíritu navideño. He aquí la historia.
¿Quién no recuerda haber leído o visto en las pantallas la obra de Charles Dickens “Canción de Navidad”? El famoso escritor inglés de vasta y notable obra literaria fue contemporáneo de Marx, el adversario más grande que haya tenido jamás el capitalismo; al igual que él, Dickens nos heredó cuadros de la vida social de la Inglaterra del siglo XIX que convulsionaron a la humanidad entera. Y aunque en medio de estas escenas, Dickens aportó, según Jorge Luis Borges, “la emoción de los barrios humildes”, y tuvo el tino de descubrir algo verdaderamente significativo: “la solitaria magia de la niñez”, sobre la que versa buena parte de su obra.
También retrató la gran miseria que reduce la vida a un ciego mecanismo para acumular riqueza pasando por alto no nada más la solidaridad entre los hombres y las mujeres, sino autodestruyendo la vida propia. Formas y modos que tienden a reeditarse más de doscientos años después, circunstancia que cuestiona a la humanidad como proyecto plausible.
Mister Scrooge, al que innecesariamente se le asocia con la nacionalidad hebrea por más prototípica que resulte en las despiadadas actividades bursátiles, es un personaje que encarna toda una época de la humanidad y que permaneció gran parte de su vida ajeno a la ternura prevaleciente en torno a la festividad religiosa de la natividad de Jesús.
Cuando a Scrooge le deseaban felices pascuas, contestaba: “¡Bah!… paparruchadas”.
Para él todos los días, con sus 24 horas, eran la oportunidad de acrecentar las ganancias, para extender el agio, para celebrar transacciones, para cobrar letras de cambio, para tomarle el tiempo a su trabajador, para escamotear carbón en plena época invernal y para no vivir con dignidad porque esta también cuesta. Este personaje no fue golondrina solitaria. Al contrario, según vemos, llegó para quedarse e imponerse a través de muchos mecanismos que no descartan ni la filosofía, ni el arte, mucho menos la política, alimentando la violencia ejercida sobre pueblos enteros del planeta.
Scrooge formula todo su pensamiento valiéndose de dos preguntas y una respuesta: “¿Qué derecho tienes tú a ser feliz?, ¿qué razón tienes tú para estar contento? Eres un pobretón”. De esta afirmación a la elaboración del más salvaje de los utilitarismos había un paso, y se dio, y en esa dirección aún avanzan buena parte de los ricos del mundo y de los estados y gobiernos que tienen a su merced.
Para Dickens, la Navidad tenía un espíritu tan poderoso que sacudió la vida del célebre y miserable Scrooge. Usted tendrá oportunidad de verlo a través de la televisión como es frecuente año con año. Al avaro le sucedieron cosas fantásticas mediante la aparición de varios espíritus: el inicial, Jacobo Marley, socio de una firma bursátil de Londres, que luego de convivir por muchos años con Scrooge se le presenta después de muerto para advertirle sus miserias y el vacío de una vida dedicada exclusivamente a amasar dinero. Jacobo le anuncia la visita de tres grandes y aterrorizantes espectros representativos de las navidades del pasado, del presente y del futuro. En cada una de ellas, la descripción de los lugares, el dibujo de los caracteres, el relato de la arquitectura, la niebla y el trajín de las grandes ciudades cobran la dimensión genial de la buena pluma que dio fama al escritor inglés. Empero, resaltaré el trascendental papel asignado al individuo como vehículo de reforma social.
Este es justo el propósito de la escena en la que Scrooge escucha –invisible por el favor que le brinda el espectro– las opiniones que merecen su obsesiva codicia y su falta de voluntad para compartir, aun mínimamente, la riqueza con sus semejantes, trátese de parientes o de su abnegado trabajador Bob Cratchit, que vivía en la miseria y siempre en peligro de que sus hijos pudieran morir, especialmente Timoteíto. Scrooge hace un viaje a los tres tiempos ordinariamente reconocidos y a pesar de que en ellos conviven malestar y felicidad, el que logra conmoverlo rotundamente es el que encarna la navidad del futuro. Ahí Scrooge enfrenta la posibilidad de morir dejando como huella una larga estela de marrullerías de cambista, de granuja sin par. El destino que le espera es morir abandonado y detestado por la sociedad de su tiempo. La Navidad lo cambió a grado tal que en sus últimos años (Dickens no da cuenta de su deceso) lo caracterizaron como un viejo bonachón, dulce, dadivoso, tolerante con los retardos de su empleado a quien no sólo permite gastar más carbón para calentar la oficina, sino que le sube el salario.
Como bien podemos ver, la historia de Dickens –con sus imperecederas enseñanzas– no alcanzó a desterrar para siempre los males del capitalismo y seguramente en algún lugar del universo comparte con Marx el fracaso de sus denuncias y de sus personales afanes por reformar lo que parece ser una pasta incorregible: el hombre, que en criterio de Kant está tan torcido que difícilmente algo derecho se puede hacer tomándolo como materia prima.
¿Lo duda? Vengan dos o tres noticias en mi auxilio.
Donald Trump sigue al frente del gobierno de los Estados Unidos. En todo el planeta continuarán las grandes migraciones y los desplazamientos debido a las crisis generadas por la violencia que producen los conflictos armados, las guerras que aún perviven pero que hoy, como antes, dicta el ciego deseo de acumulación de la riqueza que guían a los gobiernos del mundo y a los poderosos émulos fieles del personaje de Dickens: recordemos Irak, Afganistán, Siria, Somalia, Ucrania. Claro está que el más alto funcionario del imperio no cambiará su visión de las cosas, y ningún fantasma se hará presente para anunciarle la visita de los espectros necesarios para cambiar su actitud, aprovechando el espíritu navideño.
Si hace unos años México era candidato a recibir ayuda para mantener un ignominioso y racista muro, hoy Trump mantiene a raya a su propio país para que este ese muro crezca en altura y longitud.
A su vez, el gobierno de AMLO continúa albergando personajes que sirvieron con largueza a las reencarnaciones de mister Scrooge en nuestro México, baste mencionar al Consejo Asesor Empresarial, donde figuran algunos de los que no hace mucho pertenecían a la “mafia del poder”. Scrooge convertido en ideólogo de los neoliberales, por arte de magia –navideña, por supuesto– hoy será asesor de la Cuarta Transformación.
Cierto que el personaje de Dickens estimó en su etapa de contumaz acaudalado que pobreza y felicidad eran dos términos incompatibles e irreconciliables. Recordemos, sin embargo, la réplica que recibiera en su oportunidad:
A Scrooge le dijo su sobrino: “¿Qué derecho tienes tú a sentirte desgraciado? ¿Qué motivos tienes para estar de mal humor? Eres un ricachón”.
Al parecer la historia se repite. Los empresarios, cachorros de los cachorros de la revolución que trabajan ahora en torno de la 4T la acreditan suficientemente y nos recuerda que para nosotros Scrooge se puede llamar Miguel Alemán Magnani, Carlos Hank González, Emilio Azcárraga, Olegario Vázquez Aldir, Alfonso Romo o Carlos Slim.