Luego de la Independencia, alcanzada a partir de 1821, y con motivo de la fundación de la República, los políticos e intelectuales más destacados –algunos habían pasado por la experiencia de la Constitución de Cádiz de 1812– fueron influenciados fuertemente por el constitucionalismo norteamericano, que produjo una república democrática, federalista y con una Suprema Corte de verdad, real. Aunque hay quienes piensan que se hizo una copia al carbón, la verdad es que la investigación histórica y política nos dice otra cosa. 

Se ha puesto el acento en lo atractivo que resultó a estos primeros mexicanos la existencia de una corte. Leyeron y asimilaron La Democracia en América, de Alexis de Tocqueville, deteniéndose particularmente en esa institución tan significativa y a la vez tan cargada de ausencia en un país en el que el abuso era la regla sistemática, prácticamente en todos los aspectos de la vida. 

Daniel Cosío Villegas lo ha sugerido con todas sus letras: no llegamos a la Reforma liberal como resultado de las lecturas de los ilustrados, de los filósofos franceses, de sus valiosos libros fundacionales, sino por la vía del agravio. México era –es, de hecho, hasta ahora– país de agravios, discriminación, racismo, exclusión e injusticia. A la hora de la Independencia, un escritor, considerado el fundador de la novela en México, José Joaquín Fernández de Lizardi, describió esta circunstancia en su libro El periquillo sarmiento. Quizá lo prudente sea reconocer mérito a los libros –y a la experiencia de los padecimientos– la búsqueda de soluciones que, en un catálogo bien espigado, nos ofreció lo que llamamos “el liberalismo mexicano”, que tantas particularidades tiene. 

Quiero decir que son décadas, y aun siglos, que México busca un sistema judicial garante del Estado de derecho, independiente, republicano, baluarte para establecer equilibrios y balanzas frente a ese otro poder –el Ejecutivo– que siempre ha querido crecer a costa de sojuzgar a los otros. Una de las grandes ausencias, tengo para mí, es precisamente el envilecimiento del Poder Judicial, en especial el de la república, pero no muy a la zaga del de los estados. Jueces, magistrados y ministros en incontables casos han llegado a los cargos por la influencia de los gobernantes. En particular, nuestra Suprema Corte, a lo largo del último siglo, ha gravitado en derredor del gran e irrefrenable poder presidencial. Hasta hace muy poco han despuntado otras tendencias, en ocasiones con tonalidades altamente progresistas, y en otras acomodaticias, que quedan a deber a quienes buscan precisamente que esa institución se apegue con rigor al Estado de derecho y funja como tribunal constitucional en no pocos casos requeridos por el alto interés de todos los mexicanos. 

Sin una Suprema Corte como la que se sugiere es difícil pensar en un Estado realmente avanzado, que genere confianza al país, que prodigue las bases para la concordia y le de solidez a las instituciones. Problema del acompasado proceso tradicional a la democracia en México es la ausencia de una reflexión profunda y propuestas programáticas para lograr instituciones judiciales altamente respetables. Para nadie es desconocido que la transición se coaguló en una execrable partidocracia. Para decirlo en pocas palabras: búsqueda del poder y dejar hacer en el judicial lo que les venga en gana en materias básicas que tienen que ver con la justicia, y no se diga los niveles de privilegio patrimonialistas que se alcanza con los sueldos abusivos. Pienso que esto no es obstáculo para sostener, a la vez, que hay necesidad de pagos decorosos que garanticen la independencia y la carrera judiciales.

Todo esto viene en relación a la futura designación de quien habrá de sustituir a José Ramón Cossío, un jurista que dio renombre a la Corte y que marca un punto de partida para que lleguen mejores, o al menos de la misma talla. En estos días se dio a conocer la terna de quien vendrá a reemplazar el hueco dejado por aquel ministro, y en ejercicio de sus facultades, el presidente López Obrador hizo pública la terna para la designación correspondiente. Desde luego que son dos mujeres y un hombre de méritos probados. Ese no es el lado oscuro de la propuesta. 

Se trata de Loretta Ortiz Ahlf, Celia Maya García y Juan Luis González Alcántara Carrancá, integrantes de la propuesta presidencial que, de una u otra forma, están ligados políticamente al presidente; lo han acompañado en sus faenas, dentro y fuera del poder, y por eso estimo que se lanzó un mensaje equivocado, vale decir recomendar a la vieja usanza a los afines y, un poco más allá, el tipo de corte dependiente al que se aspira. Insisto que estas personalidades tienen los arrestos para ocupar el cargo, pero la cercanía con el titular del Poder Ejecutivo federal prefigura el deseo de dependencia que tanto daño ha traído al sistema judicial mexicano, en especial el muy importante de la federación.

Hagamos un sucinto repaso: 

Loretta Ortiz es abogada egresada de la Escuela Libre de Derecho y académica de la Universidad Iberoamericana. Fue diputada federal por Morena, consejera de la Comisión Nacional de Derechos Humanos 2002-2006, abogada de varias quejas por violación de derechos humanos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sobre la vinculada con la violación del derecho de voto por el fraude electoral, directora Jurídica del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes 1993-1998, asesora de la Dirección General Adjunta del Banco de México 1990-1993 y coordinadora de los Foros de Pacificación y Reconciliación del gobierno de transición de AMLO.

Celia Maya García es gresada de la Universidad Autónoma de Querétaro. Magistrada del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Querétaro, con maestría en Derecho Procesal Penal. Inició en el Poder Judicial del Estado de Querétaro como juez, desde 1979. Fue candidata de Morena a la gubernatura de Querétaro en 2015, candidata por Movimiento Ciudadano en 2012, candidata al Senado e integrante del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Querétaro. Es maestra en Derecho Procesal Penal y agente del ministerio público, jueza y magistrada, docente, y egresada de la Universidad Autónoma de Querétaro.

Juan Luis González Alcántara Carrancá es egresado de la UNAM. Ha sido presidente del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal cuando AMLO era Jefe de Gobierno de la hoy Ciudad de México. Es licenciado en Derecho, especialista en Finanzas Públicas y Doctor en Derecho por la UNAM. Tiene además los grados académicos de Magistri in Atribus por The Fletcher School of Law and Diplomacy, Tufts University, cursando los estudios como becario Fullbright. Tiene maestría en Derecho Civil por la Universidad de Barcelona. Es profesor de la UNAM y de la UAM Azcapotzalco. Ha sido jefe del Departamento de Ciencias Jurídicas de la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán en la UNAM. Asimismo, fue magistrado numerario de la Tercera Sala Civil , presidente del Tribunal y del Consejo de la Judicatura del 2000 al 2003.

Este suceso, y el examen de estas personalidades, quizá no esté en la óptica del hombre y mujer común de la calle, porque se ocupan más de otros temas de la agenda pública, está llamado a lo ordinario, a lo que pasa en el día a día, pero su trascendencia, para hacer una evaluación de lo que acontece con las transformaciones en el país, no deja duda de un proceso de concentración del poder que no desea contenerse en un aspecto básico cual es la administración de justicia por funcionarios independientes y por fronteras muy bien trazadas del poder público omnímodo que ya prácticamente se palpa en todo el país. En otras palabras, que no lleguen con temor y obsequiosidad reverencial. 

Este es el menú. No es diferente por la debilidad de una sociedad que desatiende cosas esenciales, cuando no se dedica a loar al presidente, renunciando al ejercicio activo de la ciudadanía. 

Por lo pronto, en el mundo de los abogados, reina la indolencia, y en grueso número los que protestan lo hacen en privado, en la cantina y con los puños ocultos bajo el abrigo. Así, cuándo.