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Trump y los retos de la democracia

En noviembre de 2008, luego de una era de predominio del Partido Republicano en Estados Unidos, Barack Obama, abanderando al Partido Demócrata gana la Presidencia del poderoso país. Dijo “Yes, we can”, y, a querer y no, creció la esperanza en el mundo por un posible viraje en un país que, haga lo que haga y aun absteniéndose, influye de manera preponderante en todo el mundo. Por eso los griegos acuñaron la frase que tilda al Ejecutivo norteamericano como un planetarca.

Obama representó de manera personal una vuelta de tuerca en la historia al ser el primer presidente afroamericano, en un sitio donde el racismo ha marcado el devenir de esa sociedad. Recuerdo esos días porque, aparte de la atención que le presté al proceso electoral, del hartazgo que había con George Bush hijo y los signos de reorientación, viajé en compañía de mi familia a la inauguración de la administración de Barack Obama, que se extendió a dos periodos de cuatro años que finalizan con la polémica llegada de Donald Trump.

Pude palpar, a través de una vivencia directa, el gran entusiasmo que se respiraba en Norteamérica, particularmente en el sitio donde asumió la Presidencia el demócrata. Vi el rostro de alegría y felicidad de los ciudadanos congregados una fría mañana, especialmente en los hombres y mujeres de la comunidad negra que cerraban un ciclo muy largo en una penosa lucha contra la discriminación a la que el electorado le había dado la espalda. El mall que está frente a la Casa Blanca estaba repleto; como nunca, decían, cuando menos desde la era que inició Ronald Reagan. ¡Qué paradoja! Sin duda se trató de un día de fiesta nacional y en el sitio donde me encontraba pude ver, entre otros, a la colombiana Shakira, al conjunto irlandés U2, y a la proyección en grandes pantallas de la trayectoria de las grandes personalidades históricas que le han dado cuerpo y sustento al pensamiento democrático norteamericano.

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En especial no olvido la relevancia que se le dio al arribo de Franklin D. Roosevelt en un momento de severa crisis que luego empezó a paliarse con el New deal que precedió al estallamiento de la Segunda Guerra Mundial. Tanta fortaleza tuvo ese liderazgo con el Partido Demócrata y sus alianzas, que fue electo para cuatro periodos sucesivos el carismático político que no logró concluir su último encargo porque la muerte lo encontró en abril de 1945. En el relevo, Harry Truman, y el inicio de la escalofriante Guerra Fría.

Isaiah Berlin reseñó en un estupendo texto cómo esa historia empezó con la Gran Depresión de 1929 y 1931. Nos dice: “Para aquellos que no se dejaban llevar por el parloteo la única luz que quedaba en la oscuridad era el gobierno de este hombre y su proyecto democrático. Nuevas reglas para la justicia social”. No quiero dejar de citar textual lo que nos dice este pensador, porque a contrapelo de esa vieja lección, hoy tenemos la contraria: “La fe en los hombres de negocios como salvadores de la sociedad se había evaporado de la noche a la mañana, después del famoso derrumbe de Wall Street”. Fue, sin duda, un gran jefe de la democracia y contó con la gran colaboración de su esposa Eleanor.

Evocar estos momentos también nos lleva a una paradoja: aquel Roosevelt encaró una gran crisis con métodos y políticas diferentes a los emprendidos contra la del 2008 (histórica y cuyas consecuencias estamos aún viviendo) por Barack Obama, lo que nos lleva a la necesidad de repensar a fondo, abandonando clichés ideológicos, lo que representa el pensamiento y la poderosa corriente democrática que ha tenido Estados Unidos en más de doscientos años de prevalencia como sistema novedoso, cuya génesis se encuentra en la Ilustración, el liberalismo progresivo, el republicanismo y la migración de los perseguidos en Europa con motivo de la intolerancia, algunas de cuyas ideas de este gran manojo de postulados parecen haber quedado atrás con el arribo electoral de Trump.

Hay pensadores que han comparado, en la medida que esto es posible, la legendaria democracia griega con la de Estados Unidos: ambas fueron guerreras, invasivas, imperialistas, hegemonizantes y reducidas en muchos de sus aspectos a la presencia de élites poderosas por el pensamiento, por la economía o por la presencia de los estrategas militares que luego se convertían en líderes políticos. Con esto quiero decir que la defensa de la democracia que hoy parece sofocada en Estados Unidos, se ha de hacer a beneficio de inventario, exaltando unos aspectos y cuestionando otros; pero las bases de su constante histórica como sistema no se puede negar.

La rival Unión Soviética y su bloque, que va de fines de los años 20 a las postrimerías del siglo XX, se derrumbó, entre otras razones, precisamente por carecer de un modelo democrático. Cuando Lenin y los bolcheviques optaron por clausurar la Asamblea Constituyente, estaban renunciando a la construcción de un proyecto de varios siglos, el mismo que no dudaron en aceptar los primeros ciudadanos de Norteámerica cuando se negaron a una nueva monarquía, justamente cuando George Washington desdeñó ceñirse una corona en su cabeza.

Entonces, se trata de un proyecto democrático en el que podemos encontrar lo mismo a un Jefferson, a un Lincoln, un Roosevelt, un Kennedy y un Obama que a un Polk, un Taft, un Hoover, un Nixon, un Reagan o un Bush. Ha habido de todo en un sistema de poderosas instituciones en el que los congresos de todo nivel pesan, en el que los representantes del Congreso nacional son precisamente eso, representantes, al igual que los gobernadores y la poderosa Suprema Corte. De tal manera que el que llega a esa cima del poder no tiene en sus manos un cetro similar al de los monarcas absolutos. Este es un simple elemento a tener en cuenta al empezar a navegar en la época que viene.

En el ámbito de la izquierda tradicional, de opereta, se suelen despreciar conceptos como los que esbozo, que a algunos de mis amigos hasta les puede parecer inusual en mi pluma. Pero no nos engañemos, frente a cada etapa tenemos ejemplos notables que se despojaron de dogmatismos e inútiles cartabones, similares a un catecismo cerrado. Recuerdo ahora un resolutivo de la Asociación Internacional de Trabajadores, la famosa Primera Internacional, que orientó Carlos Marx, dirigiéndole una carta de su autoría a Abraham Lincoln en estos términos:

“Señor: Felicitamos al pueblo norteamericano por su reelección, llevada a cabo por gran mayoría. Si la moderada consigna de su primera elección era la resistencia al poder de los esclavistas, el grito de batalla triunfal de su reelección es el de ‘¡Muerte a la esclavitud!’. Desde el comienzo de la titánica lucha norteamericana, los trabajadores de Europa han sentido instintivamente que el destino de su clase estaba inscrito en la bandera de las estrellas”.

Hoy vivimos en un mundo marcado por un marxismo en retirada, pero no menos significativo, sin internacionales, y en concreto sin la más remota posibilidad de que se envíe a Trump un saludo de ese tamaño. Y si me apuran un poco, tampoco hay quién lo emita en paralelo a aquel. Los tiempos cambian, los que al parecer no hemos cambiado somos los que renunciamos a herencias fecundas en resabio de viejos dogmas. Al respecto, una izquierda democrática debe resurgir, hoy más que nunca, pero ese es otro tema.

La histórica obra de Alexis de Tocqueville, La democracia en América, vuelve por sus fueros en atisbos que mucho nos ayudan a resolver la tragedia que significa la época que despunta con Trump: “Quiero imaginar –dijo el francés– bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma”. ¡Qué fotografía!

Norteamérica, y con ella el mundo entero, ha de repensar el porvenir, olvidarse de hacer falaces paralelismos, pensar, sí, que toda la vida se ha afectado, pero sin lamentos y con mucha comprensión, porque a final de cuentas la democracia sigue siendo, en la visión (que parafraseo) de Isaiah Berlin, en el sentido de que el poder y el orden no son sinónimo de una camisa de fuerza de doctrina o política, y que es posible reconciliar la libertad individual, con el mínimo indispensable de organización y autoridad. En esta creencia se encuentra lo que el más grande predecesor de Roosevelt describió una vez, tomando las palabras de Lincoln, como la “última y mejor esperanza en la tierra”.

Por eso, hasta me atreví a asistir a la inauguración de la Presidencia de Obama y pedir el arresto a Bush.