Lo que sucede en Chihuahua en el actual proceso electoral permite extraer conclusiones en torno a la transición democrática, acompasada por cierto, que se ha dado en el país. En primer lugar porque esa transición tiene tres precedentes regionales: la elección de alcaldes y diputados de 1983, que resultó en la primera derrota histórica del PRI, no sólo aquí, sino con repercusiones a escala nacional; luego el fraude descomunal de 1986, que fue el preludio del de 1988; y la elección del primer gobierno panista en 1992. Hay materia, hay precedentes.

Como bien expuso Guillermo O’Donnell, uno de los más importantes estudiosos del fenómeno de las transiciones en el mundo, las mismas no tenían como destino ineluctable sepultar los sistemas autoritarios, aspirando dar paso a una democracia; podían conducir a “alguna otra cosa” incierta, y también a puerto distinto: la restauración de una nueva forma, posiblemente más severa, de régimen de dominación contrario a las libertades.

Entusiasta de la primera alternativa, me aterra corroborar que, en los hechos, el destino fue la segunda. Precisamente lo que fue el laboratorio chihuahuense, hoy extendido en muchas regiones del país, tiene marcas que lo confirman, a mi juicio, y examinaré la disputa actual por el gobierno, que se escenifica en la visión de dos partidos: el añejo PAN, que ha tenido ya dos oportunidades de ostentar el poder, y el emergente MORENA, que se asume como la primera alternativa para romper la vieja tradición bipartidista regional. 

¿Tiene lógica la política en el contexto de esta polaridad electoral en la que la confusión partidaria es un ingrediente que ya no permite el análisis estructural a partir de la existencia de los partidos tradicionales? Digo esto porque hoy hablar de PAN es incluir al PRD y al PRI con el que aquel se ha aliado, algo impensable en esta tierra; o tratar de forzar el concepto de izquierda desde la óptica de MORENA, cuando va de la mano de un partido archicorrompido como el PT y el gordillista PANAL. Pero no sólo, sino que en el haber de sus candidaturas lo mismo incluyen expanistas destacados que priístas que estuvieron coludidos como actores fundamentales en la tiranía corrupta de César Duarte. 

Ensayemos, a efecto de este texto, una visión a partir del sentido lógico del dilema. Sabemos que en sentido corriente el dilema siempre trae consigo una elección difícil entre dos posibilidades igualmente insatisfactorias. Cierto que siempre habrá en esa figura una especie de alternativa –o me decanto por una o me decanto por la otra–, pero en la especie que trato los términos conducen a la misma conclusión esencial: regresión.

¿Por qué son insatisfactorias ambas posibilidades y qué notas las caracterizan?Empecemos por el primero en la historia: el PAN. Se trata del partido en el poder, pero no gobierna en general ni en su política electoral, entre otras razones porque no tienen ni la confianza de sus correligionarios, como lo exhibe la derrota que le infligió María Eugenia Campos Galván al alzarse con la candidatura, imponiéndose a Gustavo Madero, el favorito del gobernador. También porque desde ese poder se propuso autodestruirse en los hechos.

Pero no termina ahí lo insatisfactorio de esa candidatura, si el desenlace tuviese que darse en los extremos del dilema planteado. Y los ingredientes para corroborarlo son de diversa naturaleza: en primer lugar sus compromisos con la tiranía duartista, políticos y demostrables por su desempeño cuando la hoy candidata fue diputada local y subcoordinadora de la fracción parlamentaria del PAN, a lo que se suman los delitos de corrupción por los que está vinculada a un procedimiento penal, que eventualmente y, a mi juicio, por necesidad de la aplicación del propio derecho, será condenada, con todas las consecuencias inherentes a la pérdida de sus derechos políticos, o en el polo opuesto, exonerada por razones políticas y partidarias, ajenas al Estado de derecho.

La filosofía política del PAN está en las antípodas de lo que representa María Eugenia Campos Galván, pero no se agotan en un simple contraste de su conducta con los principios, en lo que siempre puede haber polémica. Hablemos de hechos duros: ella va acompañada en esta contienda por una alianza con el PRI y los restos de un PRD traidor en distritos para la elección de diputados, la suma de exalcaldes de ese partido en varios municipios, y en un empedernido expriísta, como el exalcalde juarense Javier González Mocken, antier miembro del viejo partido autoritario y ayer morenista. “Cosas veredes”, se dice en El Quijote.

Esto me permite decir que detrás de la candidatura panista hay un proyecto de poder que involucra los intereses creados y oligárquicos de la región que van en su apoyo con tal de derrotar al lopezobradorismo, al que no quieren ni por asomo en la entidad. Y poco les importa buscar la victoria, así sea con una candidata manchada por la corrupción política, de la cual aún no hemos podido salir, como lo demuestra la estancia del exgobernador preso en Miami y la tarea incumplida de traerlo a los tribunales del estado.

La elección es difícil aquí, en los términos del dilema, porque se estaría eligiendo a una política anclada en los viejos mecanismos de la corrupción, y esto significa que se avanza sin dejar atrás ese pasado que ya se extiende por más de una década en escándalos, procedimientos penales y odios y deterioro de las instituciones estatales, que de esa manera recuerdan más una regresión que el puerto deseado de una transición hacia la democracia.

Pasemos ahora a la que, se supone, es la alternativa novedosa. MORENA no es ni siquiera un instrumento partidario comprometido con la lucha anticorrupción, al tener como candidatos a alcaldes a connotados expriistas que no han dejado, esencialmente, de serlo. Destaca, además, la candidatura de Cruz Pérez Cuéllar, sobre el que pesan acusaciones, a mi juicio fundadas y con evidencias tangibles, y una petición de desafuero ante la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, pendiente de sustanciarse a fondo. 

En este marco será muy difícil para el candidato Juan Carlos Loera De la Rosa polemizar en términos de anticorrupción contra María Eugenia Campos Galván si lleva en su haber la candidatura del expanista Pérez Cuéllar. El propio candidato a gobernador tiene pendientes dos investigaciones, una en la Secretaría de la Función Pública y otra en la Fiscalía General de la República, de cuyos destinos no estamos seguros, dado el manto protector que AMLO le brinda a sus candidatos en el país. 

Se podrá pensar que esto está pendiente, que es ruido y nada más, pero hagamos una lectura, siempre en los términos del dilema, de lo que representaría Juan Carlos Loera como gobernante en una entidad como la nuestra. Los ciudadanos lo perciben como el pretendiente de una regencia: viene de ser “súper delegado” o “pro cónsul” y nada hace pensar que pondría en primer lugar los intereses de Chihuahua y después los de su jefe, allá en el centro del país, que lo benefició con la candidatura.

Pero no se agota ahí la recriminación: aunque se replican en todo el estado, está el ejemplo notorio de las candidaturas impresentables de las duartistas Mayra Chávez y Adriana Terrazas Porras, y de Daniel, el exdiputado y hermano del dos veces alcalde de Juárez, Héctor Murguía Lardizábal, que hablan de una elección difícil a la hora de decantarse por alguno de los extremos del dilema, porque, al igual que lo que sucede con el PAN, conducen a lo mismo: una especie de gatopardismo, en donde todo cambie para que todo siga igual.

Retomando a O’Donell, podemos decir que en México fuimos por lana y salimos trasquilados; queríamos democracia pero estamos encontrando, en lo que parece una restauración del autoritarismo, posiblemente más severa, una democracia decorativa que huele a decadencia y a concentración de poderes en una sola persona, la postración de las autonomías y soberanías locales, la sumisión del Poder Judicial, el intento de golpe al INE. 

Y eso no significa, de ninguna manera, que transitemos a un sistema democrático, sino justo lo contrario: pervivencia de la corrupción panista con María Eugencia Campos, y la restauración de formas de dominación más severas, auspiciadas por vías partidarias diferentes que se encuentran en el dilema, pero que auguran formas de dominación más duras.