“El hombre no soporta más que dosis limitadas de realidad”
–– T.S. Elliot
Quienes han reflexionado con hondura sobre la memoria necesaria de las etapas desgarradoras de la historia de los pueblos, convergen en un punto central: se necesita del tiempo y la perspectiva histórica para delinearse, para que sea un poderoso antídoto para el dolor de las generaciones que siguieron –a veces derrotadas– a la tragedia y a la sinrazón, cual sería el caso de los saldos del nazismo. Hemos hurgado en el pensamiento del alemán Rainer Huhle, nacido en 1946 y fecundo pensador de nuestro tiempo. Él, que emerge a la vida durante la posguerra, nos dice: “…todos estamos desgarrados entre un deseo de olvidar –o mejor dicho, de no recordar…– y la conciencia de que es necesario saberlo todo, entender mejor cómo pudo suceder la barbarie para así comprender mejor el pasado”. Es cierto, hay desgarraduras que se eluden por la memoria pero que, para una resiliencia social, se deben entender a plenitud.
Todo lo que se improvisa en esta materia conduce al fracaso, que sería intrascendente si no fuera porque hiere a muchos y lastima a la sociedad completa que se recuerden sucesos de mala manera, con amarillismo extremo, desentendiéndose de la ciencia histórica, de la sociología también histórica, y no se diga de los mejores aportes de la museografía que, siendo aparentemente fría técnica, demuestra, cuando está bien construida, que en la forma de presentar las cosas –curarlas– está parte del secreto para obtener la finalidad de lograr hacer de la memoria un instrumento de reconciliación con el pasado, dando paso precisamente a una cultura de la memoria, que siguiendo la línea de argumentación del germano, puede permitir la construcción de una política del pasado.
Abordar este tema desde el área gubernamental es todo un reto y hacer las cosas por el simple dictado de las circunstancias, las conveniencias, la frivolidad, es dar pábulo a que el dolor y los rencores crezcan y que el resentimiento pueda llegar a expresarse como un vehículo de la destrucción que apuesta por las soluciones de fuerza y la perpetuación de la violencia. En este craso error cayó, nuevamente, César Duarte Jáquez, al instalar la mal llamada Galería de la Memoria y la Recuperación de la Paz, analizada con brillo intelectual por Mariela Castro Flores en un artículo bien titulado “Infames ocurrencias”. Pero en esa caída Duarte no iba solo. La poderosa gravitación del error atrajo al secretario de Educación, Marcelo González Tachiquín y los adláteres que están en los institutos de la cultura que tuvieron la obligación, y no hicieron nada, por suspender el despropósito, porque como bien lo dice la conseja popular, se trata simple y llanamente de un museo del horror, instalado al vapor, sin criterio alguno, pegando burdamente las fotografías con taladro, taquetes, rondanas y tornillos buscarrosca. Creyeron que adosando frases de personajes notables del ámbito de la cultura, la política y la religión saldrían del escollo. Qué bien se ve que el mundo de los libros y la investigación no es su fuerte.
Veamos lo que hace Duarte en este terreno: a un adefésico edificio, destinado a la demolición, se le recicla para brindarle la oportunidad de inaugurar algo que seguramente pensaron notable. El masacote que está en el sitio lo subraya un inexplicable monumento al policía, como diciéndole a todo mundo que la violencia que está en el memorial tiene solución en un estado policiaco. En los albores de la consolidación del fascismo, Malreaux hizo un histórico llamado en defensa de la cultura. Creo que algo de esto ya se impone en México y en Chihuahua. Y, para no perder lo que se hace desde el poder, no olvidemos que antes se quiso destruir la memoria del villismo, trasladando el Mauseoleo del Parque Revolución a un lugar para que estuviera a la vista del mandamás de Chihuahua. Entonces logramos impedir ese atropello y simbólicamente le demostramos a la sociedad chihuahuense que el señor que se cree dueño del estado es derrotable.
Pero continuemos. Está claro que la “galería” ha tenido el repudio inmediato y casi fulminante. Una mujer, madre de familia, lo gritó en referencia a una fotografía: “Entiéndeme, es mi esposo, y mi hijo de dieciséis años ya lo vio”. Eso ocasionó retirar por propia mano el cuadro, cerrándole el paso a los visitantes. Esta escena se vio resaltada con señalamientos de la víctima: varias fueron las preguntas, el resto afirmación: “¿Cómo es posible que estén las fotos publicadas y aún no agarren a los responsables?, ¿cuál es el fin de la muestra?” A lo que sobrevino la advertencia: “La vuelven a poner y hago lo mismo, o algo más. No estoy haciendo algo malo; por lo contrario, estoy protegiendo a mi familia…”.
Hechos como el narrado serían prácticamente insólitos, por poner tres ejemplos: en el Auschwitz de hoy; en el Museo del Holocausto, de Washington y en el Monumento a los judíos de Europa asesinados, en Berlín. Aquí forman parte de la cotidianidad, precisamente porque se hacen las cosas no para saldar cuentas adecuadamente con el pasado, sino para engrandecer al gobernante, que sale de esta en concreto convertido en un impostor. Sí, en un impostor. Visitamos la “galería” y al hollar el quicio del masacote de hormigón, están unos paneles que en pocas y llanas palabras nos dicen esto y con faltas de ortografía a granel: antes de 2010 hubo una guerra del narcotráfico que horrorizó al país y a Chihuahua, pero Duarte se convierte en gobernador de Chihuahua, y luego la CONAGO lo hace presidente de una comisión que tiene qué ver con esta temática y se da un renacimiento que conduce a la paz, y al final hay una fría frase que indica una flecha que sintetiza la rascuache filosofía de la historia del cacicazgo: “Hacia el progreso”.
Esta “galería” pretende vernos la cara de estúpidos a todos, pero se olvidó al edificarse improvisadamente que hay dolientes que no quieren ver a sus víctimas en las condiciones que fueron presentados sus deudos. Pero algo más: ¿no fue, me pregunto, Duarte cómplice de la guerra calderonista?, ¿acaso su predecesor, José Reyes Baeza, no es su camarada de partido? y, ¿acaso no se da cuenta que la paz no puede llegar a ningún rincón de México mientras no se resuelva estructuralmente el problema del narcotráfico, el crimen organizado, el tráfico de armas, la colusión gubernamental con la delincuencia como la que existe en Chihuahua?, y todavía más, para restregarlo a la miopía oficial: ¿no se han dado cuenta que este es un problema global y no del terruño donde nos quieren conformar, dándonos pedazos de vidrio por diamantes? Esta “galería”, es obvio, debe ser desmontada para que acabe el mito rupestre, propalado por todos los funcionarios del duartismo, del carácter de gigante que le asignan al jefe, que ya de saliva acabó con un cártel y casi destruye a otro, aunque Jalisco, Michoacán, Colima y Guanajuato estén en llamas junto con otras regiones del país.
Probablemente la paz de la que habla Duarte es la que tiene en su casa, y quién lo sabe. Por lo pronto, resulta una bofetada a todos lo que aseveró el fiscal Jorge Enrique González Nicolás: “(Duarte) es el chihuahuense más informado en materia de seguridad y es el gobernador más informado de todo lo que ocurre en el país”. Padecemos una especie de gobierno mitómano que piensa, como Goebels, que repitiendo un millón de veces una mentira se va a hacer verdad. Pero ya ven, en medio de tantas víctimas y tanta orfandad, no tardarán los dolientes en ir a arrancar de esa galería las fotografías que taladraron sobre las paredes, más para el escarnio y la amedrentación de la sociedad que para hacer una memoria al servicio del sentido de humanidad, que debe estar como premisa cuando nos refiramos adecuadamente a las víctimas para conmemorarlas, siguiendo, en esto también, la idea de Rainer Huhle.
Este museo del horror es para celebrar la existencia de un cacique y, hoy como ayer o como mañana, Chihuahua no se merece esto.