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¿Qué hacemos con la UACH?

Debemos al esfuerzo y tesón del maestro Enrique Rascón un debate público, en proceso de consolidación, sobre la situación actual de la Universidad Autónoma de Chihuahua y su futuro. Es un esfuerzo abierto, independiente, ciertamente embrionario pero en crecimiento por la hondura de su agenda. Hace unos días me invitó a un coloquio sobre la más antigua de las universidades de la entidad, ahí escuché planteamientos sugestivos, coraje por los agravios sufridos y me enteré de que los diputados del PAN desairaron este esfuerzo no obstante la centralidad que en el mismo ocupa la necesidad de una nueva ley orgánica para el centro de estudios que ya rebasa los sesenta años de edad. Así suele suceder cuando otros asuntos, de menor interés público, ocupan los afanes y la mezquindad de los mal llamados representantes populares. Pero es lo de menos, suele suceder así. En cambio fue reconfortante ver la cara de hombres y mujeres en edad temprana, juvenil, ofreciendo alternativas viables para abatir los recurrentes y petrificados hábitos corruptos y corruptores que existen en las universidades de muchas partes del país, no nada más entre nosotros.

Concurrí a la invitación con una ponencia que ahora resumo en breves lineas. Empecé por recordar el importante año de 1929 en la vida nacional. Entonces el presidente de la república erá el tamaulipeco Emilio Portes Gil, ocupaba la silla luego del magnicidio de Álvaro Obregón, el caudillo sonorense que se olvidó demasiado pronto del principal lema maderista de la no reelección. Tuvo que morir el hombre de Navojoa, que en vida prodigó buen humor, para que la no reelección presidencial cobrara carta de ciudadanía, eso si elevando el mandato de 4 a 6 años, lo que hoy suena a una profunda desmesura: cuatro son más que sobrados para ver la pasta de que están hechas figuras del corte de Fox, Calderón y el siempre equivocado Peña Nieto, que por cierto no sabe contar. El año 1929 registró el último cuartelazo, la fundación del abuelito del PRI, la conclusión del conflicto religioso con la incorregible iglesia católica y, para llegar al grano: el momento en que se fundó la mítica autonomía universitaria, que siempre impoluta, llega hasta nuestros días. Eran los años en el que el romanticismo del Manifiesto de Córdova en el país austral y las ideas de Justo Sierra endulzaban el oído de los que luchaban por una universidad nueva.

La autonomía, desde luego y como suele suceder en este país, no fue producto de una reposada decisión gubernamental. Hubo insurgencia estudiantil, pugnas fuertes entre los académicos, represión y heridos, renuncias, injerencia de politicastros y, luego, la solución con regateos de una autonomía que se observó desde el balcón del gobierno de una manera y desde los estudiantes de otra, por su progresismo y sentido de responsabilidad y congruencia.

El presidente de la república dijo: “La universidad libremente resolverá sobre sus programas de estudio, sobre sus métodos de enseñanza, sobre la aplicación de sus fondos y recursos”. En la visión del brillante líder estudiantil Alejandro Gómez Arias, la propuesta tenía otro temple y otros matices, dijo: “Pedimos que se nos permita organizar la vida universitaria con sujeción a sus propias normas (…) la autonomía universitaria no es un ideal anárquico”.

Como sabemos, aparentemente ganó esta última, pero ni los presidentes mexicanos, ni los gobernadores de los estados después respetaron a cabalidad una autonomía plena, suficiente.

Don Alejandro, ya viejo y a punto de morir, en 1989 hizo el balance de medio siglo sobre qué es la autonomía, y sus palabras cobran ahora plena vigencia: “La autonomía, como libertad, como el libre albedrío, es un concepto vacío que es preciso llenar día con día, con la acción. Ser libre no tiene sentido si no nos preguntamos para qué se es libre. Ser autónomo en el caso de instituciones como la universidad, solamente plantea una interrogación todos los días: ¿para qué la autonomía? Nuestra generación y algunas de las posteriores la han signado como una fórmula, a la vez simple y complicadísima: autonomía para servir a la nación, al pueblo de México”.

Como se sabe y suele suceder en este país, la autonomía ganó rango constitucional y ahora está dentro del articulo tercero de la carta magna, y se ciñe a la facultad y responsabilidad de gobernarse así misma, educar, investigar y difundir cultura, libertad de cátedra, investigación, libre examen y discusión de las ideas, autodeterminación de planes y programas, términos de ingreso, promoción y permanencia de los académicos y autogestión de su propio patrimonio. Catalogo que reseño para subrayar lo que no ha tenido la UACH con posterioridad a la histórica derrota del movimiento estudiantil de 1973-1974. Con esto no quiero decir que todos los que han estado al frente de la misma se pongan en un mismo costal, pero en lo fundamental ha habido varias décadas perdidas. Hoy, desde diversas tribunas –aquí doy cuenta de una– se lanzan proyectos que implican, como prerrequisito indispensable un diálogo incluyente y abierto, pero también acompañado de responsabilidades puntuales, pues la supervivencia de las agresiones y agravios no debe subsistir, hay que fincar cargos y corregir excesos, ya.

Encerrar ese diálogo posible en los confines del poder sólo reproduce lo que hemos tenido hasta ahora. No hay lugar a engaño en esto, se trata de la universidad pública, la única que puede tener un proyecto democrático y además generar los anticuerpos para las pretensiones de hegemonías de partidos y politicastros que la han tomado como su propio refugio y amparados en el arte de medrar. Eso le ha costado mucho a Chihuahua, hay que corregir.

Se habla cada vez con mayor insistencia de la necesidad de una nueva ley orgánica y creo que por esa vía se podría abrir un ciclo fundacional. Puede haber proyectos e iniciativas del ejecutivo estatal, de los diputados y fracciones parlamentarias, que son los únicos que tienen a su alcance esta facultad. Puede ser que de la universidad misma brote una propuesta y la haga suya el poder, puede ser. Pero desde mi óptica esta alternativa está coja si no recoge, a través de un diálogo fecundo, el sentir de la sociedad que aspira, aunque de manera confusa, a autodotarse de una nueva universidad. Se requiere una ley para que los universitarios gestionen realmente su autonomía, no un vasto código napoleónico.

En ese sentido lancé mi propuesta de generar una iniciativa popular legislativa, recabar treinta o cuarenta mil firmas y llegar al Congreso con voz propia, con visiones renovadas, articulando las propuestas de la ciudadanía. La cuestión universitaria es tan importante que no puede quedar exclusivamente en manos de los intereses que están instalados en el poder.

Nos hemos ido quedando atrá. Los neoliberales y los integrismos religiosos tienen sus propios centros, la sociedad requiere el propio y sin la consulta a esta lo previsible es que sólo haya más de lo que hemos tenido. Y a decir verdad, ya nos hartamos.

Un diálogo es posible. Intentémoslo.