Ahora que ha muerto don Luis H. Álvarez no puedo menos que evocar los primeros momentos en que tuve noticia de él: una larga noche de 1956, durante su campaña a la gubernatura de Chihuahua; larga por violenta, cargada de coraje, y para mí evidencia de que algo pasaba en un pueblo que de pronto se había puesto en vilo. Una lectura elemental me podría llevar a interpretar los sucesos, valiéndome de las películas de Ismael Rodríguez, Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, y ubicar al PAN de entonces en contradicción con lo que vivía en mi casa paterna, priísta y católica también, sindicalista y con folletinería abundante del líder socialista Vicente Lombardo Toledano. Sin embargo caminé por otro rumbo y siempre traté de comprender los por qué de la ira panista, y en su centro, en aquella etapa, a Luis H. Álvarez. Entre camarguenses te veas.
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Debemos a don Daniel Cosío Villegas valiosas observaciones sobre el género de memorias personales y autobiografías que no han sido propiamente un género literario nacional. Nos advierte de las posibles causas: nuestros políticos y militares –aparte de ágrafos– han sido gente poco ilustrada, desdeñosa de la letra impresa, con temor o repugnancia a hacer públicos actos, entendimientos o desacuerdos en el recato de una alcoba, actos poco limpios o nada ejemplares. Para fortuna, Luis H. Álvarez sí forjó en Medio Siglo, andanzas de un político a favor de la democracia una importante memoria, hoy imprescindible, para conocerlo no sólo a él, sino al tiempo en que bregó en la política. Este texto reposa en las memorias del político fallecido.
El recuento de su vida personal da un panorama que nos permite ver, dentro del paisaje, las raíces de una vida definida por una profunda vocación política siempre cargada de dilemas, resueltos por un hombre de razones, con sentimientos y pasiones. Supo, a lo largo de su travesía, tomar decisiones trascendentes para él, su familia y la sociedad mexicana a lo largo de más de medio siglo.
Como memorioso, LHA está al margen de la pedantería y además nos aclara lo innecesario para quienes lo conocemos: “No soy intelectual” nos dice, y tengo para mí que ni falta le hace. De todas maneras su presencia política es clave para entender buena parte del siglo XX y lo que va del presente. Cuando hago esta afirmación, quiero recordar una enseñanza que abrevé de Alfonso Reyes: “Quien es incapaz de admirar al que no está en todo de acuerdo con él pierde la mitad de la vida”. Cuánto le abonaríamos a la democracia si tuviéramos el valor de reconocer, al margen de envidias y sectarismos, ojos en otra cara, aun cuando esta corresponda a la del otro con el que guardamos diferencias profundas.
Las memorias nos permiten penetrar, a un tiempo, en la historia y en la vida de su autor, en cuerpo y alma, de ahí que la obra escrita es un referente obligado para repensar nuestro pasado y el porvenir, porque hacia ambos lados permite atalayar para encontrar mejores explicaciones a hechos sobre los que ha habido dudas e imprecisiones, y qué mejor que estas se disipen conociendo al hombre que al hablarnos de sí mismo nos permite hondura de juicio para buscarle a la democracia mexicana mejores puertos.
Medio siglo es un largo viaje contra el autoritarismo mexicano emprendido por un ciudadano que, distante de la política, un buen día de 1956 decide –en buena coyuntura– competir por la gubernatura del estado de Chihuahua. Antes nos revela su repugnancia por la adulación a los hombres del poder, en una experiencia cuasi familiar, aparentemente intrascendente, con el presidente Miguel Alemán Valdés.
Como muchos de los héroes civiles tomó una embarcación, sin mapa de navegación, con remos pesados, pero seguro del puerto deseado, no nada más por él, sino por un pueblo en la miseria en el que se cebaban políticos y militares. Al aceptar la candidatura, percibía la existencia de condiciones para lanzar las semillas al viento y hacer una primera cosecha. Quizá ignoraba lo que luego fue dolorosa experiencia: que había que embestir una y otra vez para derrumbar el nuevo despotismo que se apoderó de la república desde el momento en que se fundó el partido de Estado en 1929.
1956 es año de insurgencia cívica en Chihuahua. Para la república, escenario de empoderamiento de una burocracia cerrada que obstruyó el acceso al poder mediante el voto. Para los cincuenta, tanto el cine como la narrativa dejaron testimonio puntual de la era que entró en declive en los años ochenta y que aún no concluye con la consolidación del sistema democrático. Frente al discurso oficial del regodeo por los éxitos, Luis Buñuel con Los olvidados, nos presenta de bulto nuestra desgraciada situación; Juan Rulfo afirma que los provincianos y los campesinos están vencidos, a pesar del triunfo de la Revolución mexicana, convertida en discurso legitimador y mito de unificación forzada. Cuando LHA busca la gubernatura de Chihuahua, Rulfo –en otro ámbito sólo en apariencia distante– , lanza un grito desgarrador: “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”.
En el caso chihuahuense, la legalidad constitucional que declara la libertad de elegir y ser elegido era un cadáver más, al lado de muchos otros que le dieron a los procesos electorales la tonalidad del funeral y no la de la participación cívica para designar un gobernante legítimo.
En LHA prendió la propuesta de la democracia liberal de otro chihuahuense ilustre y de derechas: Manuel Gómez Morín. Seguramente pensó que algo estaba muerto, pero no el ideal democrático, decidiéndose a persistir en la tarea de enraizarlo, por más que el sistema fungiera de cineraria de los derechos ciudadanos. La lucha fue ardua en 1956: era contra el PRI y su candidato Teófilo Borunda, designado desde el centro, sin derecho a ser electo; pero iba más allá: buscaba la ruta democrática que por tanto tiempo se sofocó. Todos sabemos que la estadística electoral cobró realidad recientemente y hoy apenas si es una treintañera en apuros. En 1956, las cifras eran simple invención burocrática.
Ya hace algunos años, tratando de persuadir a mis compañeros de izquierda de incorporarnos a los procesos electorales, hice una investigación hemerográfica sobre el tema del resultado de 1956. Llama la atención que el padrón se compuso por un número redondo de 400 mil ciudadanos, de los cuales el día de la elección fueron abstinentes 218 mil 044, es decir, el 54.5.%. Los datos oficiales hablan de una participación de 181 mil 956 –incluidas las mujeres que se estrenaban como ciudadanas–; de estas cifras la única cierta, verdadera, es la que se concedió al candidato de Acción Nacional: el decreto burocrático asignó 49 mil 265 votos a LHA. Si alguna lógica tienen estos números es que el candidato de Acción Nacional había ganado la elección para un sistema como el imperante –de fraudes, intimidaciones e ilegalidad–, reconocer que la oposición se había beneficiado de un voto de cada tres que se emitieron fue tanto como confesar la derrota. Pero eso no significó nada, lo importante para la “familia revolucionaria priísta” era mantener el poder a cualquier costo, incluido el de la usurpación.
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Había iniciado un largo viaje. Hubo necesidad de armarse contra el desánimo y la frustración, que abatió a no pocos. Él se hizo industrial textilero influyente. Para el político quedó la lección clara: había que persistir, insistir y resistir. Pero no solo, había que sufragar con el patrimonio propio la tarea política. Llegó para sacar dinero de su bolsa, no para engordarla con cargo al erario. Una vida de honradez política había aparecido en el escenario nacional, y, qué ironía, muy pocos la percibieron en aquel entonces. Pareciera una simple emoción en sus memorias: LHA da cuenta de cómo un pariente muy cercano en medio del fragor postelectoral le ofrece riquezas a cambio de doblegar su coraje ciudadano. Fue rechazado y con él sus ofertas. De entonces data el temple que le permitió, muchos años después, rechazarle a Carlos Salinas idéntica e indecorosa propuesta. El viraje que él dio en 1988 es de otra naturaleza, no por dinero. Para mí está claro que hacer política en este país y ser honrado a la vez es una de las más grandes dificultades que podamos imaginar. El régimen priísta siempre creyó que todos tenían un precio en moneda y persiguió con saña a quienes ejerciendo liderazgo, se negaron, por decoro y por ética, a venderse y traicionar.
La movilización electoral chihuahuense convirtió a LHA en el candidato presidencial de 1958. Fue a la contienda enfrentando a Adolfo López Mateos. Viajó intensamente por buena parte de la república, palpó directamente el deseo de transformaciones largamente anheladas por los ciudadanos de todas las clases y condiciones. La convocatoria se apoyó en las mismas divisas por las que se ha luchando en este país, tanto las que tienen su origen en las necesidades materiales, como aquellas otras que buscan la elevación del espíritu humano. A fines de la década, la cerrazón del régimen era absoluta y no nada más en el ámbito político. Llegaba a obreros, campesinos y empleados del propio Estado que se levantaron en grandes movilizaciones y encontraron la represión brutal. Líderes de igual temple moral se pusieron al frente de su pueblo: Demetrio Vallejo, Valentín Campa, Othón Salazar, que también, y a su tiempo, optaron por la cárcel antes que recibir las dádivas del sistema decadente.
Para LHA siempre estuvo descartada la violencia como alternativa para lograr el cambio y la modernización política. Esa circunstancia, incluso, sembraba el desaliento en el campo amigo, se le veía como una inconsecuencia frente a la injusticia, la imposición y la represión. Empero era lo justo, vivimos en un país en el que murieron millones de mexicanos para implantar el sufragio efectivo y la no reelección y abonar mártires a esta causa jamás la vio como una vía para lograr la meta. Esto les ganó a los panistas el mote presidencial de místicos del voto, pero no los arredró el calificativo. La frontera entre la paz y la violencia acompañó a LHA en diversos lugares del país, y particularmente en Chihuahua. De esto hablan las memorias y, subrayo –por olvidado–, el sacrificio de José de Jesús Márquez Monreal, activista del PAN asesinado de un disparo preciso en la cabeza, ejecutado por un militar, frente a la casa número 1067 de la avenida Independencia de la ciudad de Chihuahua, lo que desató la ira y una de las más grandes demostraciones públicas habidas en esta capital.
LHA ya había pasado por la experiencia de 1956 en Chihuahua que lo catapultó a la campaña presidencial de 1958. Una especie de anhelo de revolución democrática lo llevó a estar presente en las contiendas electorales de dentro y fuera de Chihuahua y fue artífice de una especie de revolución particular en 1983, cuando se produce la primera derrota electoral del PRI en su largo monopolio. Todo parecía estar hecho para ganar la contienda local de 1986, se había llegado a una situación límite. El 86 chihuahuense, presagio del 88 nacional, habló claro: el PRI estaba dispuesto a pasar por la usurpación antes que ceder un espacio de poder geopolítico tan importante y fronterizo con los Estados Unidos. Pero las lecciones no concluyeron ahí. Ese año crucial marcó sendas cosas esenciales: recurrir a la violencia hubiera servido para consolidar el autoritarismo y la resistencia civil como nueva alternativa para combatirlo, que se expresó en el ayuno del camarguense, en la participación de la iglesia de Almeida y Merino y la voz de los intelectuales Octavio Paz y Fernando Benítez, entre otros que le dieron una dimensión colosal a la enorme movilización chihuahuense.
Todo esto no fue suficiente: Fernando Baeza se apoltronó en el poder carente de legitimidad. Pero la lucha del PAN no había sido estéril: Francisco Barrio ganó la gubernatura en 1992, inauguró una administración con mayoría congresional y se adentraba en lo desconocido, y para mayor dificultad, sin una reserva social sólida para gobernar, pues tanto daño le había hecho el PRI a la república que ellos monopolizaban la experiencia del ejercicio gubernamental.
La adopción de la democracia –pensándolo a la luz de Popper– lleva consigo la convicción de que se puede aceptar una mala política en la democracia antes que el sojuzgamiento por una tiranía sabia o benévola. Esto lo digo porque en su tiempo, tanto Teófilo Borunda como Fernando Baeza sedujeron con dádivas, simulación y una bonhomía fingida a los chihuahuenses, que tuvimos que tragarnos dos fraudes electorales de tamaño descomunal.
En este marco, 1988 es el año que marca la vida de Álvarez. Es el año de prueba. Ítaca, a la que nunca se llega, se había acercado a través de apresurar el viaje, en un mar rodeado de arrecifes llamados pragmatismo, hóspito e inhóspito. Aunque después alcanzara el Senado, su participación en la COCOPA, el cargo de Comisionado para la Paz en Chiapas que pasó por el ofrecimiento de Fox de hacerlo titular del corporativo y muy priísta INI. Para este año hay un inocultable viraje y la lucha por el poder, teñida de un utilitarismo que ha postrado al PAN, se abrió paso de manera veloz y constante.
En lugar de un consistente cambio político-partidario democrático, los panistas con LHA a la cabeza, dejaron atrás la calidad de místicos del voto a cambio de la apertura de las puertas de poder y los compromisos con la oligarquía neoliberal. Claro que la mística no sustituye a la política nunca, pero ellos llevaron su nave impulsada por otros vientos. Para 1988 el PAN pensaba hacerse de la Presidencia de la república y los ciudadanos lo ubicaron como tercera fuerza, no obstante la agresiva campaña de Clouthier. Sabían que pactando compromisos con Carlos Salinas, el cetro, tarde que temprano, caería en sus manos, y el hombre que fue generoso en la valoración de personajes como Heberto Castillo, Demetrio Vallejo, Rosario Ibarra y Cuauhtémoc Cárdenas no dudó, junto con la dirigencia panista y Diego Fernández de Cevallos, arreglarse con Salinas; quizá animados limpiamente de que tarde que temprano se despojaría al gobierno de la capacidad de manipular los votos, en apego a un reconocido esquema de transición del autoritarismo a la democracia, en el justo planteamiento que recoge Soledad Loaeza al recordarnos que “el momento crucial (…) ocurre cuando nadie puede intervenir para alterar los resultados de un proceso político formal”. Hoy sabemos que otros nubarrones acecharían a la democracia.
Llegó el tiempo de la legitimidad secundaria, ajena al voto. Aquí está una de las antinomias más fuertes en la vida de LHA, sin duda un hombre con vocación weberiana por la política, un hombre que sabía decir sin embargo y continuar. Antinomia que se expresa en la contradicción entre dos principios igualmente racionales: dejar la lucha electoral como simple gesto testimonial, conquistar espacios de poder y gobierno, pero sin sacrificio de la ética política. Un hombre que le abrió puertas a la democracia en México, sin duda; a la democracia, no a la entelequia sublime que luego se piensa. ¿Qué quiero decir?: que ese instante único fue cuando se le abrió la puerta a la usurpación de Carlos Salinas, y luego a la de Calderón en 2006 (“haiga sido como haiga sido”).
Dos hechos que jamás habría imaginado el padre fundador Gómez Morín y que reeditó para nuestra nación el siglo XIX mexicano, con su clero, con su ejército, con su violencia, con sus ventajas, con sus fueros (hoy los televisivos, los intocables y el resto de los poderes fácticos) y con su empleomanía que vimos en las administraciones del PAN, que se convirtieron en una mina de privilegios en los que no vimos la independencia personal de que hicieron gala los panistas cuando se les tildaba injustamente de simples místicos.
Tracemos un paralelismo: Mauricio Magdaleno en Las palabras perdidas, que narra la campaña electoral de José Vasconcelos en 1929, dice que es una tardía satisfacción comprobar que, al final del día, Plutarco Elías Calles no fue ni un mediocre, ni un pigmeo, sino un estadista”. No fue el caso de Calderón y esto ha conducido a la más portentosa crisis del partido de LHA.
En buena parte por eso estamos parados en la cima del volcán próximo a retumbar.
Es dable pensar que en los últimos años LHA se convirtió en un ícono, una autoridad moral, con todo lo que esto tiene de grandeza pero también de inocuidad política, y no es el caso conjeturar qué habría hecho él en esta última fase aciaga, si hubiera tenido la vitalidad de los años cincuenta. Se puede coincidir o no con este texto, pero son recuerdos, también, de una memoria más compleja por el paisanaje que me une al hombre cuya vida no puedo menos que lamentar como una gran pérdida, pero con la ventaja sólo de los buenos recuerdos del gran director que fue Ismael Rodríguez.
20 mayo 2016