El sacerdote polaco Krzysztof Charamsa dio la nota que circuló por todo el mundo. Su acción fue sencilla; si hubiese sido un laico católico, simplemente habría caído en la instrascendencia. Pero el caso tiene matices que le dieron relevancia, pues al declararse sacerdote homosexual y feliz y presentar a su novio abiertamente el pasado 3 de octubre, produjo su expulsión del Vaticano. Pero no paró don Krzysztof: además enfatizó que “el porcentaje de homosexualidad en la Iglesia es más alto que en la sociedad”. Fue oportuno en la develación de su preferencia, ya que lo hizo un día antes de la celebración del Sínodo Ordinario de Obispos para la Familia.
Su formación académica, y seguramente su talante y talento, le llevó a interpretar su circunstancia, acogiéndola como personal, existencial y que implica grandes cambios de vida. El abrirse le llevó a confesar lo que significa luchar contra el estrés, el miedo, el complejo, el odio inculcado hacia sí mismo. El acontecimiento cimbró la estructura vaticana y pegó en el corazón del conservadurismo de la jerarquía católica, que practica la hipocresía en grado superlativo en esta materia.
El suceso cobrará importancia en la medida en que se abre paso en México y en el mundo el establecimiento del matrimonio igualitario, y por exhibir un lado del sacerdocio que se pinta de oscuro cuando que lo correcto es transparentarlo como lo hizo Krzysztof Charamsa; de un lado para pegar a la anticualla del celibato (¡y de qué manera!); y de otro a la doblez y a la homofobia con que se ha conducido este tema, digamos por el retrógrada de Karol Wojtyla, también polaco pero machista, si los hay.