
Vientos de guerra
Cuando un fanfarrón asume la jefatura de un Estado poderoso le da por hablar un lenguaje bélico, anunciador de guerras, internas o externas. Pretende además levantarse como el único factor poseedor de la última palabra en los conflictos, y es intervencionista e injerencista en los asuntos domésticos de las otras naciones.
Pasa por alto al derecho internacional y a la comunidad organizada de los países. Su poderío está en sus arsenales y no en los argumentos, y la paz pende de su irresponsabilidad, pero sobre todo de los intereses de un Estado ansioso de beligerancia.
A veces hablan mucho estos fantoches, pero no pasan a más, a conflictos de peso mundial, y es frecuente que sólo se ensañen con naciones débiles. Pero no dejan de ser peligrosos. Recuerden al Hitler de las primeras semanas en la Cancillería alemana. Pensadores de la dimensión de Thomas Mann estimaban que no duraría en el poder más de unas cuantas semanas, y ya ven a dónde condujo el nazismo expansionista.
Donald Trump parece una caricatura –peligrosa– de Hitler y detrás de él están poderosos intereses económicos en un país que tendencialmente pierde su categoría de potencia mundial incontrastable que ganó después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, particularmente a partir del derrumbe del mundo soviético a finales de los ochenta, cuando algunos vieron en ese suceso el fin de la historia.
Ahora esa primacía -económica y bélica– está cuestionada por el surgimiento o emergencia de otros países, o asociaciones de países. En la primera categoría, China y Rusia; en la segunda, India, Irán, y muy especialmente Europa, que ha sido el escenario de las guerras del siglo XX y hoy involucrada con una Ucrania intervenida y devastada.
No me queda duda que el discurso de Donald Trump suena a tambores de guerra. Habrá que estar en alerta por nuestra vecindad y gran conexión económica, social, cultural y política. Trump quiere tratar a México como si fuera su patio trasero, y frente a eso debemos levantarnos, empleando las experiencias de nuestro largo proceso de descolonización y rechazo a las intervenciones que hemos padecido desde el siglo XIX, el XX y lo que hoy tenemos en este conflictivo siglo XXI.
Hay que exigir que el Estado mexicano construya la respuesta soberana frente al desafío del gobierno que encabeza Trump en este segundo mandato, y tener en cuenta que ya ha despertado resistencias al interior de su propio país, lo que no es un dato menor. Una reciente película (Guerra Civil) muestra esto de manera escalofriante.
Estados Unidos es un imperio que cae, pero no dejar de tener un poderío desafiante ahora que está en manos de los racistas, supremacistas, intervencionistas que hoy se hospedan en la Casa Blanca, en el Congreso y la Suprema Corte.
Suele suceder que al levantarse un poder imperial, el resto de los países le den un sentido especial a lo que es la soberanía, siendo más celosos de la misma para defender intereses generales y nacionales que incluyen a todos los estratos sociales. Tiempos de guerra, fortaleza en el discurso soberano; tiempos de paz, los atemperan y abren cauces a la negociación civilizada.
Hoy en México hay que construir un discurso para lo primero y la responsabilidad mayor la tiene el gobierno de la república, al que no le sirve un simple discurso retórico, carente de los contenidos necesarios y que sólo puede desbarrancarse en el patrioterismo, los cánticos nacionalistas y los “cierres de filas” artificiales. Es obvio que eso no basta.
El discurso de Trump semeja el del racismo expuesto por Oswald Spengler en su obra Decadencia de Occidente, que alimentó a los gángsters nazis, o en el pensamiento de Carl Schmitt, que vio en la política algo totalmente ajeno al sistema democrático y lo redujo a una relación “amigo-enemigo”, con el acento en la divisa de exterminar al extraño, a cualquier precio, al enemigo real o imaginario. Este discurso ha estado presente en la retórica oficialista, y no sirve.
Ha de haber un compromiso, en el México actual, con el sistema democrático, y debe ser real, tangible, incluyente, vivencial y sólido como una dura roca de granito para la defensa de nuestra soberanía.
Lo que aún queda de Constitución ofrece bases para defender la autodeterminación y la construcción de acuerdos multilaterales, y la apuesta por la solución pacífica de todos los conflictos internacionales, todos estos aspectos medulares para construir una política exterior fuerte y respetable frente a la insolencia de Donald Trump. Debe haber innovación en los aspectos que la circunstancia obliga, y la responsabilidad esencial de hacerlo está en la jefatura del Estado mexicano, pero no sólo. Si a todos nos corre el riesgo, todos debemos participar.
Al final, esos vientos de guerra no llegan a todas partes, y un aliado de México puede ser –ha de ser– la nación nuestra que está allende la frontera y establecida en el corazón mismo de la sociedad norteamericana, e imperdible, en un mundo multipolar en el que podemos apoyarnos con un prestigio que hemos ganado durante mucho tiempo y que en frivolidades mañaneras se puede perder.
México ha sido débil para la guerra, pero fuerte con su política frente a los imperios que lo han amenazado.

