
Frente a los enemigos de la libertad, la música es el último reducto
Le dicen música culta, pero ahí estaba yo, que no lo soy tanto, apoltronado en el silencioso frenesí de una audiencia expectante, aguardando en aquel recinto el aleteo de las manos del pianista Alexander Malofeev, a punto de interpretar a uno de los rusos de la transición de principios del siglo XX, Serguéi Prokófiev.
Tal vez, en algunas ocasiones, en política resulten incomprensibles las sutilezas, pero en los terrenos de la cultura parece que no hay mejor forma de representar las variaciones humanas que la música. Creo que eso pensé, ya no estoy tan seguro, porque muy pronto caí en el efecto enervante de las notas aplicadas por Malofeev, acompañado por la Orquesta Filarmónica de la UNAM, dirigida por Sylvain Gasançon, en la Sala Nezahualcoyótl, sede del Séptimo Festival Internacional de Piano.
Así, el sábado 8 de febrero, asistí a esa sala y escuché el Tercer concierto para piano del ucraniano Prokófiev (1891-1953). Se trata de un gran artista que vivió en dos mundos: el del viejo capitalismo en Estados Unidos y Francia, y en la Rusia soviética, a donde regresó en 1936, en plena época estalinista.
Lo catalogan como l’enfant terrible por sus tempranas muestras de gran talento. De joven advirtió que la educación musical convencional le resultaba un obstáculo, y con ese antecedente se catapultó a la creación musical, que lo llevó al teatro y al cine.
Acostumbraba introducir viejas creaciones en nuevas propuestas. Por eso el famoso Tercer concierto para piano lo completó en un ciclo de cuatro años, de 1917 a 1921.
Un artista de esta dimensión, y eso lo pensaba al escuchar su música, era obvio que fuera purgado por el dictador ruso y su censor Zhadanov, que juzgaron que a una de sus sinfonías, la sexta, “le faltaba júbilo”, lo que era suficiente para que padeciera la pesada censura del régimen totalitario, que quería ver en sus artistas simples siervos de políticas culturales oficialistas, en ocasiones para la sola satisfacción personal del líder, en este caso de José Stalin.
Al terminar esta fase del concierto el público se desbordó y aplaudió de pie por un momento largo. Quiero decir que ese público, de domingo en la mañana, estaba compuesto básicamente por adultos entrados en años, subrayando la ausencia de los jóvenes.



Pasado el intermedio llegó Dimitri Shostakóvich (1906-1975) y de él escuchamos su Quinta sinfonía. Este artista tiene la fama de ser el más importante compositor de la URSS. Más joven que el anterior, el grueso de su obra se produjo en la etapa que siguió a la Revolución de Octubre de 1917.
Aunque no fue parte del programa, recordé la Séptima sinfonía, llamada Leningrado (antes y ahora San Petersburgo) porque refiere el sitio que sufrió esa ciudad por parte de los nazis durante dos años y medio, de feroces combates durante los cuales los habitantes tuvieron que alimentarse de ratas y hasta de carne humana para resistir.
El notable músico dijo de su Séptima sinfonía que era “una sinfonía de nuestro tiempo, sobre nuestra gente, sobre nuestra guerra sacra, sobre nuestra victoria”. Se trata de un retrato de vida y tragedia animadas de la fuerza de la voluntad para sobrevivir.
Quepa la digresión para hacer un breve comentario sobre la Quinta sinfonía, que fue la que escuché: antes el artista había sufrido la persecución estalinista por su obra Lady Macbeth, que presenció Stalin y fue censurada a través del periódico del régimen, Pravda, en 1934, que la catalogó así: “no es música, es caos”. Y fue calificada de “formalista”, lo que constituía un pecado prácticamente mortal.
Lady Macbeth sólo fue puesta al público hasta 1961 y en este sentido la Quinta sinfonía fue una especie de respuesta de Shostakóvich al cuestionamiento de la censura, y no obstante que esa pieza se alzó como una respuesta de un artista soviético a la crítica, analistas recientes muy calificados no encuentran elementos para considerar que el autor se doblegó ante el régimen soviético.
En sus últimos tiempos hizo música basándose en poetas de primera línea, entre ellos encontramos a Federico García Lorca. Shostakóvich dejó un testimonio escrito de vida, superando con mucho las acusaciones que se le hicieron, rescatando su libertad e independencia de lo que se llamó “realismo socialista”.
De nueva cuenta, cuando terminó la ejecución de la Quinta sinfonía, el público volvió a ponerse de pie y aplaudir generosamente.
Es cierto que la experiencia que narro es eminentemente estética, pero también en esto, como se ve, la política se presenta con pretensiones de restringir la libertad; de ahí que resulta sugerente que en México, y particularmente en la UNAM, se ofrezcan conciertos como estos, que previenen de algo sumamente valioso: el arte suele ser el último reducto, y dos grandes músicos lo confirman.
(Algunos datos contenidos en este texto fueron tomados del Diccionario Enciclopédico de la Música, coordinado por Alison Latham).

