Amartemas,  Columna

Un paro a tres, y uno más

El libro de Josías Vargas, Un paro a tres, es una pieza clave y valiosa del rompecabezas que, combinado, si esto es posible, develerá las condiciones humanas y así formar la figura de lo que fue un momentum de la juventud chihuahuense en la última parte del siglo XX.

De antemano advierto que no se trata de un texto de historia; en realidad pasa por encima de esta para adentrarse en una novela testimonial porque así sirve al fin deseado y con creces. El autor ocupa su lugar en el texto de una manera resuelta sin importarle lo que de él piensen los lectores, y no es neutral a la circunstancia de su narrativa; al contrario, la expone sin adornos retóricos porque es claro que le duele, en términos de nostalgia que, como se sabe, es el dolor por lo vivido en un pasado imborrable.

Narra un instante en la forma de un viaje nocturno que rescata para la memoria el despliegue por propia cuenta y riesgo de un manojo de hombres y mujeres insertos en la vida cultural, la música, la poesía y la contracultura que se expresó en una sociedad hipócrita de usos y costumbres lejanos a una concepción vacía de valores.

El tiempo que comprende la obra contiene y condensa un momento de ruptura. Como sucedió en otros ámbitos –el de la política incluido– estuvieron presentes protestas y sobre todo la expresión del malestar en y con la cultura. No era necesario aquilatar a plenitud el existencialismo, ni el marxismo, ni el hipismo, para moverse en dirección de la transgresión; las brújulas sólo tenían agujas que marcaban en esa dirección, porque eran tiempos de gran protesta social contra la guerra, que se extendía de la familia a la universidad, del pequeño grupo activo a la militancia cultural y en contra de un poder que indigestaba a quienes eran jóvenes y por el solo hecho de serlo.

El existencialismo, por ejemplo, lejos estuvo de asumirse luego de las lecturas complejas de la obra de Sartre; bastaba ser seducidos en un café, en la explanada universitaria o el paraninfo por la idea de que la “existencia precede a la esencia”, para gritar con libertad, coraje y en ocasiones con desenfado: “Seré lo que elija”. Nadie, pensando de esta manera estaba ni amurallado ni prisionero de algo anterior que determinara un futuro ineluctable de los hombres y las mujeres: ni dioses, ni patriarcas, ni partidos cargados de dogmas, ni capitales mundiales de la verdad. No era la vía de la anarquía y sí de la libertad y creatividad. El mundo ya no era sin sus jóvenes, y esta tempestad pegó aquí en Chihuahua, al igual que en otros sitios del país y del mundo.

Para comentar la obra de Josías Vargas podríamos recurrir a las teorías que se han expresado para hablar del surgimiento y herencia de las generaciones y hablar de Gertrude Stein y Karl Mannheim, o mejor de Hemingway, que narró magistralmente el París que era una fiesta en los tiempos de entreguerras, donde se fermentaban los totalitarismos, tanto los que se fueron pronto como los que duraron un poco más y los que actualmente existen como una perenne amenaza para la humanidad.

Con todo lo insuficiente que pueda ser la obra de Vargas –en realidad, toda buena obra aspira a ser inacabada–, al final nos abre una ventana para comprender esto en la vida de dos hombres: el pintor Francisco Justino el Chato Reyes, y el poliédrico Remigio Córdova (dramaturgo, actor, director, poeta, fotógrafo, y hasta dandy en sus ratos libres), que si nos fijamos bien, aún recorre las calles de Chihuahua.

El escritor Remigio Córdova (izq) y El pintor Chato Reyes (der).

Este libro está escrito con la memoria apuntando al pasado, con la tinta impregnada en una nostalgia muy particular, en ocasiones con interés social, pero sin pelos en la lengua. Es una escritura sin tapujos, sin filtros, como suele decirse hoy si buscamos alguna adecuación generacional; acaso un colador, una membrana por la que se trasminan algunas obsesiones del pasado personal y cultural de Chihuahua.

Este estilo clama por inscribirse así en la llamada “literatura de la onda”, esa en la que destacaron unos cuantos escritores mexicanos pero de los que sobresale José Agustín, recientemente fallecido.

La trama también tiene aires de algo que en el cine se conoce como “road movie”, o para identificar esta categoría en una versión más nacional, a Los Caifanes, a finales de los sesenta, con guión compartido entre Carlos Fuentes y el mismo director, Juan Ibáñez, cuya biografía lo posiciona como el único cineasta que dirigió al no menos famoso Boris Karloff en una película de terror –cómo no– a la mexicana; y a María Félix en La generala, su última participación cinematográfica.

Alguien, tras su lectura, podría toparse en evocaciones shakesperianas, por el Sueño de una noche de verano, o hasta con reminiscencias del sueño que Rivera imaginó una tarde en la Alameda Central de la Ciudad de México, no sólo por el momento capturado para la posteridad, sino por la exuberancia de personajes chihuahuenses que rondan en sus páginas.

Este libro bien puede ser, también, la autobiografía no autorizada del propio Josías Vargas, porque en su urgencia de querer contarnos algo sobre los demás, terminamos sabiendo de él demasiadas cosas. En este Josías resucitado, porque dice que ha tenido muchas muertes, sus palabras caen y se levantan a cada rato, por su propio peso.

También sus personajes son una suerte de resucitados y, aunque alguna vez fueron reales, con todas sus vicisitudes y tragedias, con sus honrosas y etílicas miserias y elocuentes obras artísticas, parecen de pronto moverse en el terreno de lo permisivamente onírico, a pesar de su descreimiento de todo y de todos, más que de su propio escepticismo.

En efecto, en los relatos de Un paro a tres no hace falta que Josías incluya algún dossier fotográfico, en parte porque es más costoso para los editores, una dificultad gestionaria para el autor, pero sobre todo antagónico del concepto narrativo, cualquier significado que esto tenga, porque las imágenes literarias que el autor construye, su vivacidad aparentemente coloquial, su riqueza intelectual y su fuerza descriptiva son en sí mismas la representación a modo para cada lector. O parafraseándolo, habrá que confiar en “la eficacia de sus palabras”.

Nada ni nadie, de este momento, está perdido. Chihuahua experimentó en la última parte de los años sesenta una efervescencia cultural extraordinaria, sin ser ajena a los movimientos políticos juveniles y sociales. El escenario era una joven universidad e iba más allá de sus muros.

El libro recoge a la mayoría del elenco de actores de esa etapa efervescente, y si bien se centra en dos figuras notables, en sus páginas desfilan casi un centenar de ellos, algunos de relieve, otros menores, pero que en conjunto enriquecieron las expresiones de la música, la poesía, las artes plásticas y el teatro, por lo menos. Hay faltantes, como sería el caso de una mayor descripción del grupo de Los inestables en el que activaron Marco Rascón y su hermano Froylán, Antonio Loyola, Fernando Salomón, Homero Espinoza, entre otros.

Actores (izq-der): Maria Elena Vargas / Bernardo Robles / José Luis Pallares / Amaya / José Luis Parra / Guadalupe Múzquiz / Homero Espinoza / Lucila Vargas / Antonio Noyola / Froylán Rascón / Marco Rascón / Ivonne Boyer.

Señalo a este grupo porque a él debemos la obra El buen Manuel, que revela la intransigencia generacional, la moral y la política de esa época. Ese aliento permeó pero fue en declive a la hora en que se presenta el libro El vértigo de las tentaciones, que recoge óperas primas de Remigio Córdova, Rubén Mejía y Juan Guerrero. Rogelio Treviño, que forma el cuarteto de la obra, ya llevaba un trecho recorrido.

El autor recrea su presencia en esa presentación realizada en la Quinta Gameros. Se puede considerar que fue accidental su asistencia, pero el estar ahí le permitió conocer más a Remigio Córdova y al Chato Reyes, sobre todo en lo que ahora se califica como el after, que empezó en un “vino de honor” y terminó al día siguiente en el alucine y en viajes psicodélicos, con percance vehicular incluido.

Si hubiera de señalar una diferencia entre el autor y el que esto escribe, sería que mi relación con Remigio Córdova fue estrecha y dilatada en el tiempo, hasta su muerte. A Reyes, en cambio, sólo lo traté efímeramente y lo conocí más por su plástica, ya que Remigio me proporcionó fotografías de sus cuadros que a la fecha conservo en las paredes de mi casa y despacho.

El libro hace un aporte importante para valorar la estética de la época proyectada por el Chato Reyes, sobre todo porque en algunos de sus cuadros migran los símbolos de la historia, pero también los personajes, en su mayoría mujeres, que en su evolución demuestran su evanescencia y erosión al paso del tiempo, de seres de carne y hueso a simples maniquíes petrificados. Leer sobre su vida, como lo hace Josías Vargas, a la luz de la poesía musicalizada de Bob Dylan, es una propuesta válida porque el espacio que los separa es enorme, pero el arte los hizo converger. Tan lejos y tan cerca.

Remigio, más diverso, produjo y puso en escena obras como El hombre de la montaña, El capitán del castillo submarino, Los hombres de barro, El hacedor de muñecos y sombras, El brujo, y figura como autor de poesía, precisamente en El vértigo de las tentaciones, donde recurre a describir la muerte del deseo, a la vez que se apoya en la vieja metáfora de la metamorfosis, que cuando menos se remonta a Ovidio y Kafka, autores que frecuentó y de lo cual me dio testimonio personal.

Remigio fue el prototipo del hombre romántico, del corte de los que describe Furet. Gozaba del amor pero también lo sufría, pensando en él y en los otros. Lo recuerdo como un activo colaborador de las luchas sociales en las que participé y como fotógrafo de la larga huelga de Aceros de Chihuahua y del periódico La Calle. Me era cercano en sus temporadas de abstinencia, y cuando el alcohol se hacía presente, marcaba de nuevo su distancia.

Su muerte fue emblemática. Como algunos de los poetas malditos, participó de la revuelta y también visitó el infierno. Lloré su inesperada partida como pocos y me consoló lo extraordinario de su funeral, que Josías narra deficitariamente en su libro, precisamente porque fue el Chato Reyes el que quiso marcar la real dimensión del artista fallecido para contrastar las solemnidades con que Héctor Varela Unive quiso despedirlo, al más puro estilo acartonado de las oraciones fúnebres.

Josías, en algún lugar de su obra, habla de generaciones perdidas, planchadas y estructuradas. Creo que es tiempo de que si alguien está planchado, es muy difícil, como lo dijo Diderot, que prescindamos de la arruga que pervive.

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VARGAS VARGAS, Josías. Un paro a tres. Programa Editorial Chihuahua. Colección «Historias de mi ciudad». Primera edición 2024. Chihuahua, México.