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Grabado de Thomas Nast, cartonista estadounidense del siglo XIX

 

La pareja caciquil –César Duarte y Bertha Gómez– acudieron a Guachochi, Chihuahua, a la ceremonia realizada por las cuatro décadas de ordenación sacerdotal del obispo católico de la Tarahumara, Rafael Sandoval. En realidad el motivo primordial fue la presencia del nuncio apostólico (así le llaman a los embajadores, como si algo anunciaran) Christophe Pierre, al que Duarte le imploró (seguramente de rodillas) que el Papa Francisco visite Chihuahua. La asistencia a un evento religioso con la investidura pública –aunque en realidad se trata de un simple cacique– violenta el precepto constitucional que establece que México es una república laica, también es discriminatoria hacia otras confesiones.

No es la primera vez que se transgrede nuestro código básico, tampoco la más grave, que viene a ser la consagración celebrada el año pasado. Lo que pasa en Chihuahua es que hay una violación sistemática e impune a la Constitución, continuada en grado superlativo y no nada más por la asistencia a estos eventos, sino por la defensa de una especie de pensamiento único del catolicismo ultramontano que realizan todos los que tienen algo de poder en Chihuahua, incluido el rector de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

Antes, al menos teníamos la presencia del pensamiento liberal, apoyado por la masonería, pero esto se acabó cuando los chivos prietos se convirtieron en una sección más del PRI y su venerable maestro, Felipe Salas Plata, un funcionario más del engranaje priísta de Chihuahua. Cuando Duarte la hacía de apéndice, acólito o lo que usted guste en el rito del jubileo de las cuatro décadas del obispo Sandoval, había muerte y dolor por las ejecuciones que no cesan en varios puntos de la geografía chihuahuense. Pero allá en Guachochi se vivía la paz de Dios.