Las “primeras” damas, Berta Gómez de Duarte y Aidé Armendáriz de Garfio –escribí sus nombres así porque ellas se dan ese tratamiento a sí mismas– han asaltado la tribuna pública para endilgarle a Chihuahua una forma de pensamiento propia de la reacción política, de la peor reacción política. El tema es el de la familia y la tradición, conceptos que los grandes fundadores del conservadurismo han tenido como soportes para los más terribles proyectos de poder que se registran a poco más de 200 años de la revolución francesa de 1789. No es el caso aquí reseñar a los pensadores que han tomado como pivotes estos conceptos, baste tener en cuenta que bajo sus divisas, por ejemplo, se ha mantenido a la mujer en la opresión, la dependencia y el desprecio.

Empiezo por denunciar que se trata de un discurso esquizofrénico, porque siendo en el fondo profundamente discriminatorio e intolerante, dice hacer votos porque los valores contenidos en los derechos humanos deben respetarse; pero en la realidad, cuando ponen el acento en lo tradicional, exhiben no tan sólo una ignorancia superlativa en el tema, que creen cubrir con el manto de sus dogmas religiosos, sino también cerrarle el paso vía la definición de familia a las múltiples formas que ésta ha venido adoptando a lo largo de los tiempos modernos. Hablar de familia tradicional y además de libertad, es desentenderse lisa y llanamente de la condición que la mujer tuvo en ese tipo familiar, por ejemplo. En la España que llega hasta Franco y que no se ha ido del todo, existía el lema prohijado por el tradicionalismo, que la mujer debe estar como la escopeta: cargada en su vientre y en el rincón de la cocina. Esa familia tradicional fue defendida por el peor de los catolicismos de la península, por la dictadura falangista y por el Opus Dei de un personaje cómplice del crimen de la guerra civil, convertido en santo, porque así lo quiso Juan Pablo II (hablo de José María de Escrivá y Balaguer). El machismo mexicano no le va muy a la saga.

Pero no hay que irnos tan lejos. Cuando uno dice familia tradicional en México, mentalmente se traslada a la existencia de un reyezuelo, un patriarca, las buenas conciencias y la hipocresía que tan bien describió Carlos Fuentes en memorable novela. Y si esa familia era opresiva, practicaba el mayorazgo por rutina y a la vez hacía de los hombres siervos de sus padres, el destino de las mujeres fue –aún es– motivo de dramas muy documentados por la literatura, el cine, el teatro. Pues bien, esa es la familia que la esposa del señor Garfio nos propone: “Yo estoy por lo tradicional, por reconocer que lo que nos enseñaron a hacer bien los viejos se debe de seguir poniendo en práctica… vivimos en una época en la que se ataca mucho a la figura tradicional de la familia…”. Quiero decir que en algo me preocupa que ella piense así, y que lo que sí me preocupa grandemente es la displicencia con que los medios propalan estas atrocidades. Ciertamente es la esposa de un alcalde, impuesto por su compadrazgo con Duarte (los viejos porfiristas así se manejaban), pero a fuer de qué se le da relevancia a una forma de pensar diametralmente opuesta a lo que dispone el artículo 1 de la Constitución de la república.

Ella tiene un cargo público producto de su unión matrimonial, nadie le concedió una voz de representación política o social y juzgo un exceso que se ponga en su boca una forma de pensamiento superlativamente reaccionaria, intolerante y además de espaldas y con los ojos tapados a lo que la antropología y la sociología han puesto al descubierto en esta materia. ¿A qué familia tradicional se refieren? Ya no digamos a la de Oceanía o la del mundo islámico, sino a la que hay en la sierra tarahumara o sierra mixteca. Pero esos problemas no pasan por su cabeza, ella piensa en los textos pontificios más retardatarios y obsequiosos con sus convicciones, y que de esa manera abona para presionar a las instituciones que tienen la obligación y el deber de aplicar la ley, que por cierto riñe con su forma de pensar.

A su vez doña Bertha nos dice: “…la familia no se está descomponiendo, lo que sí nos pasa es que cada vez más personas han dejado de transitar por la vida con valores…”. Justamente lo contrario es lo que ha pasado, y no de ahora sino desde hace mucho tiempo. En brillante texto, Marx le puso nombre y apellido en el Manifiesto Comunista al capitalismo y al industrialismo que abatió la familia patriarcal. Por ejemplo, un sociólogo tan influyente y contemporáneo como Anthony Giddens nos habla de la diversidad de las familias en este mundo en que vivimos y del que México forma parte. Nos habla de una familia nuclear, otra extensa, las monoparentales, las que se forman a partir de personas del mismo sexo. Nos habla de las relaciones entre parentesco, familia y matrimonio. Los sociólogos no se quedan en decir “la familia se derrumba”, contra los que contestan únicamente que se está diversificando, como un hecho indiscutible. Este autor nos cita los temas de monogamia y poligamia. Giddens describe el estudio realizado por George Murdock que descubrió que la poligamia, según la cual un hombre o una mujer pueden tener más de un cónyuge, se permitía en más de 80 de las 100 sociedades investigadas, y aún la existencia de la poliandria como una expresión menos común pero que se remonta a cientos de años atrás. Entonces, ¿en dónde está la tradición?

También es importante referir el fenómeno que vemos extendido en nuestra propia sociedad chihuahuense, como alternativas al matrimonio en su vieja concepción, entre ellas la cohabitación y las parejas homosexuales. Pero más importante a mi juicio es lo que la sociología asocia a la familia en general y en especial a la tradicionalista en materia de violencia y malos tratos, abuso sexual e incesto, sin soslayar lo que se conoce con el tema de valores, tan frecuentemente exaltados como imprecisos.

Estamos en presencia de una burda retórica conservadora y más aún reaccionaria, católica y pontificia, puesta en circulación por voceras que aprovechan utilitaristamente las relaciones que les dan sus matrimonios con hombres del poder. Tienen derecho, todo el derecho, a expresarse, lo que no es válido es que medren de una tribuna de la que carecen los que discrepan de ellas y con razones de peso e inobjetablemente constitucionales. Esta sociedad no quiere tutoras ni administradoras de conciencias.

Se trata de un pensamiento que vive al interior del PRI, que incluso riñe con la declaración de principios de ese partido, pero también de un pensamiento que vive al interior del PAN. Con un discurso ambiguo, en este caso en la opinión de una mujer que tercia en el debate, la diputada Rocío Reza, aparece en la prensa complementando a las señoras del poder, cuando afirma que “…puede ser que algunas cosas que hoy estén en el aire sea sólo porque algunos alzan la voz y puede ser que ésos que hoy alzan la voz sean la minoría y que la mayoría que permanece silenciosa tenga otras prioridades, esto no significa que esos temas -los de las minorías- se tengan que desechar, pero sí creo que llegó el tiempo de poner todo en su justa dimensión y no dejarnos ir sólo por la propaganda, por el ruido”. No es así, diputada, la Constitución prohibe toda forma de discriminación y ésta no la tasan minorías o mayorías que piensen de tal o cual manera, sino porque el derecho de las personas tiene precisamente el límite entre las personas. El 99% de los mexicanos –reconozco que hago una reducción al absurdo– pueden pensar y estar plenamente convencidos de que los homosexuales son los seres más despreciables del planeta, pero su dignidad de personas y el goce progresivo de sus derechos se los garantiza el artículo 1 de la Constitución de esta república. Así de sencillo.

La voz de la reacción llegó, esta vez, como aquel café: con aroma de mujer.