
Leer a Koestler a destiempo
“Los felices pocas veces son curiosos; los que están cómodamente arrellanados en la jerarquía social no tienen motivos para destruir el sistema convencional de valores ni para edificar nuevos sistemas”. —A. Koestler.
Arthur Koestler (1905-1983), si nos atenemos a la autorizada opinión de Tony Judt, es uno de los últimos intelectuales públicos de la época contemporánea. Su vasta obra contribuye con creces a tener por certera esta apreciación: de origen húngaro, se formó en la Europa Central que tuvo por capital Viena; viajero espontáneo o migrante forzado, sionista de la primera época, novelista prolífico, aventurero y frecuentador de burdeles metafísicos, periodista y cronista consumado; testigo de la Revolución húngara dirigida por Béla Kun; comunista en una etapa en la que se soñaba con una luminosa Unión Soviética de alternativa a lo que sucedía en el llamado “mundo occidental”; preso político en España durante la Guerra Civil y otros países; agente de primer nivel de la Internacional Comunista y escritor profesional que dedicó los últimos años de su vida a formular una de las más audaces y agudas críticas al totalitarismo nazi, particularmente el soviético. Todos estos datos bastarían para penetrar en el conocimiento de su obra.
Personalmente había leído algunos de sus libros, en particular la ya clásica El cero y el infinito; pero ahora que he tenido la oportunidad de leer sus Memorias, me he percatado de la pertinencia de estudiarlo a mayor profundidad, pero lamentablemente a destiempo.
Ni remotamente me puedo referir a las casi mil páginas que componen sus recuerdos históricos y personales, algunos narrados mostrando por adelantado lo que consideraba sus propias debilidades, frecuentemente ocultadas por quienes escriben este tipo de textos, no se diga lo que tiene que ver con la vida amorosa y sexual de los actores.
Por eso no es extraño que en diversos momentos de la obra recuerde las autobiografías que en su tiempo hicieron otros dos notables: Rousseau y Celine. Más allá de estos los que algún día profesamos el comunismo debiéramos darnos la oportunidad de vernos en la historia de este distinguido intelectual. Aquí sólo me voy a referir a algunos apartados de su autobiografía, especialmente los que tendrían a mi juicio una trascendencia para los tiempos que estamos viviendo.
Dice Koestler que todos los que ingresaban al partido –en su caso al comunista alemán– lo hacían de la mano de un “gurú” que los conducía hacia una tierra prometida, en la que el hombre mismo se iba a reformar en pos de una nueva humanidad. Cuando yo ingresé al PCM fue en la casa del maestro albañil Félix Guzmán, al que recuerdo con cariño y respeto, por parte del aparato estuvo el experimentado José Viescas. Ahora pienso que la ceremonia fue similar.
Koestler llega a la juventud en etapa difícil, en una Europa devastada por la Primera Guerra Mundial y el colapso o caída de los grandes imperios, como el guillermino, siempre con ambiciones expansivas y amante de hegemonías, y lo más doloroso para él, la desmembración del Imperio austro-húngaro, que era un gran hervidero de nacionalidades.
Fue para Koestler una época de desilusiones y de nostalgias, avizorada ya por otros pensadores que brillaron antes de la guerra, y que fueron alimentando lo que el autor cataloga de “sed de absoluto” (p. 65) que con mucha facilidad podría derivar, para hombres y mujeres, en la búsqueda de tierras prometidas y toda clase de utopías, entre las cuales descollaba ir al encuentro de Palestina para reconstruir el viejo hábitat bíblico; en ese sentido, no escatimó dejar inconclusos sus estudios para marchar a la búsqueda de un hogar para los judíos, milenariamente desterrados y estigmatizados.
La timidez lo acompañaba y la suplía con chispas de vida que derivaban en virajes drásticos. Ahí comprende que hay sistemas abiertos y cerrados de pensamiento, y que muchas de sus decisiones fundamentales se deben más a una entrega emocional que “a los argumentos justificativos” de los complejos sistemas filosóficos (p. 113). Se liga, por eso, a la naciente escuela sicoanalítica a la que recurrentemente acude para explicar qué es él y qué son los otros también. Tuvo el valor para preguntarse: “¿Cómo valorar el discernimiento y confiar en las facultades críticas de una persona cuyas inclinaciones políticas, según su propia confesión, se debían a semejantes y absurdas circunstancias sentimentales?” (p. 113). Esto marca su forma de explicar la propia vida, sin las omisiones o los ornamentos tan frecuentes del género de las memorias autobiográficas.
Esa “sed de absoluto” se la explica en parte con la metáfora bíblica de la oferta que le hace Labán a Jacob de que trabaje siete años para darle en matrimonio a la bella Raquel, pero al final –luego de laborar para obtener la meta– le entrega a la mayor, Lía.
En un tiempo que todo parece basura en la Europa devastada, esa sed que puede ser catalogada por el autor como “deshidratación del alma” (p. 575) se puede salvar adhiriéndose a un absoluto, a lo incondicionado, a lo opuesto a lo relativo, por tanto supuestamente perfecto, incomparable o primordial. Pero más mezquinamente ese absoluto puede ser la raza, la clase social, el partido, el dogma, y con ellos siempre la oferta de un paraíso futuro por el que hay que luchar sin oponer condiciones; la realidad le dijo que a lo que se llegaría es a la servidumbre totalitaria.



Koestler, como periodista de primera línea, conoció el mundo de entreguerras, vio que el fascismo llegaba inexorable y que eso representaba una crisis para Europa y el mundo, y fue presa y cautivado para decirlo de manera más entendible, de una URSS que en medio de la gran crisis del capitalismo en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, sacaba adelante sus planes quinquenales, decretados por un Stalin todopoderoso y en un vasto imperio que jamás había experimentado vida democrática alguna. ¿Pero qué era esa democracia? En síntesis, era la República de Weimar, que había surgido de los escombros que dejó el conflicto bélico. Una república que nace en 1919 y que se hizo con las ideas del jurista liberal Hugo Preuss en un marco de reconocimiento de que toda autoridad política pertenece al cuerpo ciudadano (acababa de fenecer una monarquía hereditaria), con reparto federalista y Estado de derecho. Esa democracia fue destruida por los nazis y no vivió más de tres lustros, insuficientes para consolidarla, más que todo por los conflictos heredados de una posguerra en calidad de primer derrotado.
Koestler lo entiende en sus memorias así:
“Decíamos ‘democracia’ solamente como rezando, y poco después la nación más grande de Europa votó, mediante métodos perfectamente democráticos, la entrega del poder a sus propios asesinos. Venerábamos la voluntad de las masas y su voluntad resultó ser la muerte y la propia destrucción” (p. 252).
En esto Koestler aporta una visión dramática de lo que fueron los liberales de esta época que “paseábamos por los silenciosos corredores de nuestra ciudadela de la democracia alemana, saludándonos mutuamente con una sonrisa y la frase ‘tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor’. Y nos tocábamos la nuca para cerciorarnos de que la cabeza seguía sólidamente unida al cuello. La República de Weimar estaba condenada. El liberalismo alemán había traicionado sus ideas y se había deshonrado sin mejorar sus perspectivas de supervivencia. Esperar la salvación por este lado era absurdo” (p. 273).
La nueva fe que adoptó era la nueva esperanza comunista que profesó con la aceptación de sus dogmas y la disciplina más atroz que uno pueda imaginar. Fueron los tiempos de “polarizaciones arbitrarias” (p. 306), de bandazos ordenados desde Moscú a través de la Komintern y la deshonra que llegó después a la hora que Stalin y Hitler se dan la mano y provocan un terremoto casi demencial en el movimiento comunista, que ahora tenía que ver como aliado al más feroz de los adversarios fascistas, jamás imaginado. Eran las dificultades de ser neutral, y en esos tiempos quien se salía de la raya sólo le quedaba esperar a la Gestapo o a los chequistas de la GPU, el aparato policiaco gobernante más poderoso en la URSS que se ramificaba por todo el mundo, sin detenerse para matar si era necesario y de manera sumaria.
Koestler dudaba, pero le dio varias oportunidades a su militancia comunista, por ejemplo ante el golpe de Franco en España; la lealtad al partido era lo fundamental, a costa de la misma individualidad. “La lealtad al partido significaba, por supuesto, una obediencia incondicional, y significaba además repudiar a los amigos que se hubieran desviado de la línea del partido, o que por alguna razón hubieran caído bajo sospecha. Casi inconscientemente aprendí a vigilar todos mis pasos, palabras y pensamientos” (p. 402).
En su caminar por Europa, Koestler sufrió prisiones en varios países, fue testigo de la Segunda Guerra Mundial y de sus estragos. Fue la hora de la ruptura con el comunismo y su conversión en escritor profesional, en el “intelectual público” al que hace referencia Tony Judt. Fue el momento en el que escribió su obra fundamental conocida en español como El cero y el infinito, que influyó para toda una época, a pesar de los anatemas dictados en su contra por la red de aparatos poderosos de los partidos comunistas; pero no sólo, también por intelectuales, esencialmente franceses, que supuestamente se habían arrodillado a los pies del proletariado, que ahora actuaba un papel central en las repúblicas que surgieron después de 1945 en Francia e Italia.
El cero y el infinito es la explicación de cómo la revolución devora a sus hijos, como se decía del mítico dios Saturno. En concordancia, dice: “También es cierto que frente a una injusticia repugnante, la única actitud honrosa es la rebelión; pero si uno compara los nobles ideales en cuyo nombre se inician las revoluciones con el triste fin a que suelen llegar, comprendo que una sociedad impura mancha hasta a sus vástagos más revolucionarios” (p. 294). Es una novela del siglo de los totalitarismos, en este caso el soviético, para el que no tenían ojos los que sólo veían las atrocidades de Hitler a través de los emblemáticos campos de exterminio como el de Auschwitz. En esta obra se explica cómo los grandes líderes bolcheviques testificaron y se auto imputaron de cometer actos contrarrevolucionarios atroces y adoptaron ese mecanismo para prestar el último servicio al partido antes de pasar al patíbulo.
Durante la Gran Purga en la URSS, Stalin emitió una Constitución como mecanismo distractor para, simultáneamente, matar, asesinar a miles de seres humanos, dándole un signo de muerte al totalitarismo que manchó al marxismo injustamente; y cuando digo esto, pienso en el Marx del Manifiesto Comunista en el que postuló una sociedad en la que el libre desarrollo de cada quien era condición del libre desarrollo de todos. Algo que jamás se vió –ni podía verse– en el totalitarismo soviético.
Fue la era en la que la prioridad absoluta era “el partido”, pero también de cómo se ejerció una “prostitución política” (p. 661) por escritores y artistas que sabían callar, estar en silencio frente al crimen, que todo lo olvidaban. Además, sabían que “no es el terror, sino la existencia de esta organización ubicua sin la cual nada puede hacerse, lo que define la estructura del Estado policial totalitario” (p. 451).
La lección que se infiere de esto es que el sistema democrático no puede contra el totalitarismo que hoy sigue presente en el mundo y está, de nuevo, en germen, en muchas partes del planeta, derrotando democracias, valiéndose y porfiándose de la misma.
El cero y el infinito se publicó en 1940 y fue un célebre éxito de librería que influyó en grandes decisiones tomadas en Francia. Ese año la guerra se extendía, los aliados sofocaron a las potencias del Eje, pero el mundo soviético sobrevivió, se expandió con estados satélites en el Este de Europa y colapsó a fines de los años ochenta. Este hecho hizo indispensable la lectura de Koestler. No pasó por alto, aunque esto poco se toca en las memorias, que en la época de la Guerra Fría hubo una deriva en la que muchos intelectuales, originalmente comunistas, se plegaron, e incluso fundaron, el neoconservadurismo en Estados Unidos; a Koestler a veces se le ve en ese conjunto. Yo lo aprecio distante de esa clasificación.
La autobiografía que ahora se publica en un solo volumen, apela en su primera parte a una metafórica flecha en el azul en la que las metas van viajando hacia un destino plausible, prometido, más emocional en este caso que justificado; pero en la segunda parte, Koestler deja esa flecha y habla de la escritura invisible, pensada desde una prisión, a la espera de ser fusilado, con lo que quiere dar a entender que hay términos de la realidad íntima de las personas que son un texto que no se puede leer como los hechos que se fichan, fechan y clasifican, pero que bastan para alterar la estructura propia de la existencia de un ser humano. Hay en esto una dosis de aproximación a la mística, tan ajena en la formación de un comunista.
Fue el momento en el que quemó sus naves y empezó por recordar una frase de Pablo Picasso: “Fui hacia el comunismo como quien va a un manantial de agua fresca”. Koestler replica para sí: “Fui hacia el comunismo como quien va a un manantial de agua fresca, y abandoné el comunismo como quien sale arrastrándose de un río emponzoñado por los despojos de ciudades inmundas y los cadáveres de los ahogados”. Es Koestler un indignado, o en sus términos, un rebelde.
Sus Memorias nos dejan testimonio de lo que es un excomunista que razona los porqué se bajó de la nave, precisamente por rebelde. Él lo dijo al menos en dos momentos de sus memorias: “Lo que distingue al rebelde crónicamente indignado del revolucionario consciente, es que el primero es capaz de cambiar de causa, y el segundo, no. El rebelde dirige su indignación de pronto contra esta injusticia, de pronto contra aquella; el revolucionario es un hombre que odia con método, que ha reunido toda su capacidad de odio en un solo objeto (…). De todos modos, el rebelde, a pesar de sus fatigosas excomuniones e igualmente fatigosos entusiasmos, es un tipo más atractivo que el revolucionario” (p. 290-291). Concluyendo así: “Un revolucionario puede identificarse con el poder, pero un rebelde no; y yo era un rebelde, no un revolucionario” (p. 526).
Éticamente estos cortes de bisturí político me parecen muy importantes porque contribuyen a dar significación a muchos seres humanos que murieron realizando una enorme tarea de redención –empleo el término con connotaciones religiosas– porque actuaron conforme a profundas causas, motivos y razones que valían por sí mismas, independientemente de que los aparatos partidarios los consideraran diminutas partes de un engranaje en el que los medios y la dignidad humana tuvieron más valor que los fines. Esto sucedió realmente en medio de un gran molino de carne humana.
Cuando hace unos días terminé de leer esta autobiografía hilvané estas ideas. Tomé en cuenta, por lo mucho que se habla de Rusia, el consejo dado por Nicolái Gógol en Las almas muertas: “Les ruego que recuerden el deber que tiene el ser humano en cualquier lugar”. Y por lo que a mí toca, quiero entender que me troquela la indignación y la rebeldía que me llevó a estar en contradicción con los enemigos de mi pueblo.
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KOESTLER, Arthur. Memorias. Editorial Lumen. España, 2023. En esta edición se publica en un solo volumen la autobiografía que el autor realizó años atrás en dos libros: el primero, Flecha en el azul, y el segundo La escritura invisible, traducidos por J.R. Wilcock y Alberto Luis Bixio, respectivamente.

