
Patricia Márquez: pintar sin banalidades
La pintora Patricia Márquez nació en 1974 en un mundo en transición, en la ciudad de Anáhuac, del municipio de Cuauhtémoc. A un lado de esa comunidad se levantó un complejo industrial para explotar y expoliar los bosques milenarios y convertir la madera en celulosa con varios destinos comerciales.
En ese lugar, la Laguna de Bustillos era un espejo donde se reflejaba un mundo rural –el otro mundo–, un horizonte al macizo montañoso y una pujante sociedad que daba abrigo a un universo mestizo y a una vieja cultura nacida de la reforma religiosa radical, los descendientes espirituales del legendario líder Menno Simons, que hizo del trabajo el deber para amalgamar familias, comunidades enteras que han peregrinado miles de kilómetros por el planeta.
Esa nueva realidad puso a un lado a las viejas etnias que continuaron en un mundo neocolonial de marginación y exclusión. En ese microcosmos vivió sus primeros años la artista visual y le dejaron la impronta de una familia fracturada, con rupturas que marcan con cicatrices el alma de una mujer con alta sensibilidad para ver atardeceres diáfanos, lo mismo que cielos borrascosos, tormentas de nieve y el bullicio siempre permanente de una clase trabajadora emergente en una fábrica recién creada por Eloy Vallina y Carlos Trouyet, jamás imaginada por sus mayores. Eran los tiempos en los que Chihuahua se reindustrializaba después de la Revolución de 1910.
La pintora recuerda el gran y reconfortante amor de su abuelo, y la estampa de la abuela que dedicaba muchas horas a tejer y bordar, viejos oficios hoy en desuso entre las mujeres. En su memoria está el sentido de la migración; en su infancia se trasladó al lado de la familia a la ciudad de Chihuahua, y con sabor a destino llegó a la Colonia Cerro de la Cruz, especie de antesala de los que volvían de lo rural a lo urbano, sin dejar el viejo sabor del campo.
La artista, en cordial conversación que sostuve con ella, afirma que se “hizo sola”, es decir, que buscó su formación movida por un resorte propio, íntimo, que pronto la puso en la perspectiva de las artes plásticas y en general de las visuales. Los aros donde bordaba la abuela se convirtieron en caballete, las telas en lienzos, y las agujas de pronto se tornaron en pinceles.
Patricia Márquez es una artista que está consciente de lo que quiere y lo busca con oficio; sabe que la bohemia tiene límites. Lo sabe de cierto. Pronto asumió que había que pasar críticamente por la academia, heredar los conocimientos técnicos del oficio; y así, la búsqueda de su preparación inicial la llevó al puerto más cercano: la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma de Chihuahua, donde el maestro Manuel Pizarro la guió y la tuvo como alumna distinguida. Hoy esa institución continúa siendo su casa donde ejerce el magisterio, transmitiendo sus conocimientos y experiencia a las nuevas generaciones.
Patricia Márquez tiene trabajos de relieves y contornos con el sello de su maestría, con obra ya distinguible por piezas notables que ha sido reconocida con premios importantes como son el Nacional de Pintura de 2003, que recibió de manos del rector de la UNAM, Juan Ramón De la Fuente; el Premio Chihuahua en 2011 y el de FOMAC en 2017, por su trayectoria.





Ha expuesto en España, Alemania, Nueva York (que en estas artes es como un solo país), Bogotá, Zacatecas, Yucatán, Sinaloa, entre otras ciudades. Sus trabajos son conocidos en Chihuahua, su patria nutricia, donde destaca y experimenta hoy en las nuevas rutas de la gráfica; busca en otras latitudes del país e incorpora nuevas tecnologías que enriquecen el sentido de lo visual y lo plástico; además es gestora cultural y mantiene su propio taller, llamado Studio 96, y una intensa presencia a través de las redes sociales.
No está demás subrayar que hay una etnografía creativa en su obra, que se deslinda, por sí misma, del retrato costumbrista, y no se diga del folclor barato que abunda en muchas galerías. Es como el paso de la realidad hacia la creatividad fértil que está en su plástica, pero distante del arte panfletario, que puede llamar la atención en un momento pero se olvida dejándose de lado para siempre.
A estas alturas de su trayectoria artística es difícil elaborar un juicio que todo lo comprenda; su obra es vasta y no dudo que en el futuro esté compilada en una crítica profesional y en una edición que la proyecte en conjunto, incluso con sus ligamentos a otras expresiones del arte como la poesía, que no es extraña a sus lienzos.
En el diálogo que sostuvimos, y más allá del acento que Patricia Márquez deposita en su propio esfuerzo, se habló de las influencias que se reciben recíprocamente entre los artistas. A final de cuentas, los vasos comunicantes entre ellos son infinitos y discutir sobre originalidades resulta una necedad fácilmente esquivable cuando hay obra que respalde, como en su caso.
Llegar a la influencia surrealista no fue difícil, pero ahondar en su legado en la obra del belga René Magritte (1898-1967) requirió de lances mayores. Hay que ir a la búsqueda de los límites de la misma conciencia, renunciando a las formas impuestas al pensamiento fríamente lógico, a veces para encontrar lo subconsciente, a veces los sueños inspiradores. Pienso que el surrealismo vendría a ser consecuencia de un romanticismo inicial. Entonces, enmarcar aquí la obra de Patricia Márquez no resulta tarea fácil, pero sí ineludible.
Ella reconoce ese influjo y su obra lo demuestra. Sobre la mesa que conversamos se puso el libro Magritte, de Jacques Meuris (Ed. 2004), que ve al pintor belga moviéndose en un dilema: o influyó en sus contemporáneos, o fue un simple y germinal catalizador para que otros artistas apuraran sus obras.
Al final, conforme a esta crítica, encuentro una clave: para Patricia Márquez, Magritte actuó “como catalizador (…), como fuente de influencias puntuales”. Sin embargo su obra tiene su propia identidad, el “toque” que la hace singular. Me explico, siguiendo la línea del autor del libro, a la luz de cómo concibe aquella su propia obra, encontramos los simbolismos, la demarcación de un norte de su país en una frontera violenta, aunado al padecimiento inequívoco de un patriarcado agresor de la mujer que encuentra en la religión y sus cleros un soporte adicional al del Estado, una sociedad desgarrada por violencias extremas en las que sobresale la influencia que en un artista tiene el brutal feminicidio de que Ciudad Juárez haya sido testigo. Feminicidio impune.
No se trata de un verismo, mucho menos extremoso, el cómo pinta Patricia Márquez a la mujer del norte. Por el contrario, lo que está en juego es el cuestionamiento de los estereotipos, del lenguaje mismo que lleva aparejado o precede al sentido de la sumisión, la violencia y la subordinación de la mujer a una cultura racionalmente inviable, pero que no se podrá abatir si no es convulsionando en el sentido que ella lo hace en su obra, y que muestra ser portadora de los postulados del surrealismo.
En las coincidencias de Márquez con Magritte –recalco su propio valor– se puede encontrar una en la valiosa observación de Meuris sobre una descripción del trabajo del pintor belga: “Investido de la convicción de que el arte que profesaba era el único posible que exigía al espectador tomar parte en el descubrimiento de los enigmas que se esconden tras las apariencias admitidas generalmente, Magritte apenas se ocupó con otros artistas u otros movimientos que habrían podido hollar caminos más o menos paralelos, o remitirse a las enseñanzas que su obra y declaraciones hubieran podido prodigar” (p. 193). En otros términos, la obra de Patricia Márquez convierte en cómplices –valga la palabra– a sus espectadores. Y así fue como se catalizó su visión, generándose una obra de características con voz propia inequívoca. He ahí su originalidad.
Lo que ha hecho la obra de nuestra pintora es desbanalizar lo real, lo que tenemos, lo que aparece en la nota roja de los periódicos, del crimen contra las mujeres, de lo que se devela en las fosas de los desiertos, que se quiere ver por los poderes establecidos como la cotidianidad, nublada precisamente por esos estereotipos que la pintura expone a través de su plástica. No es poca cosa encontrarse con esta obra, justo porque la realidad –como la influencia de Magritte lo sugiere– está desposeída de banalidad; a mi juicio, una actitud que nos coloca en ruta hacia la comprensión profunda de un gran problema: las resistencias de la sociedad patriarcal ante la insurgencia de las mujeres.
Para mí, al ver la obra que comento, sus figuras cargadas de sugerentes símbolos –admito que no la conozco a plenitud–, me convenzo de que el pensamiento profundo viene a ser la esencia de sus trabajos, que van desde el cuadro hasta la instalación, la intervención fotográfica y el grabado, hasta el uso experimental de materiales mixtos, que empezaron por ser estampados textiles y de papel, hasta convertirse en partes minuciosas, protagonistas de su técnica, expresionista en algunos matices.
Las mujeres que ha pintado Patricia Márquez ya no estaban, diría el poeta Rafael Alberti, pero prevalecen en sus cuadros. Su arte visual trabó que esas mujeres anduvieran sin nadie. Existen y caminan ahora por la magia del arte, y esa es parte de la herencia que nos deja esta pintora viva, que camina frecuentemente en nuestras calles, sin que nos demos cuenta. Pero ahí está, a la espera de la recepción de su obra, para generar energías liberadoras, en una ciudad inhóspita para el arte.
10 abril 2025

