
De como el ‘Kelsen mexicano’ tituló a un burro
En algún tiempo estudié la carrera de Derecho en la universidad de esta tierra chihuahuense. Eran los tiempos de “El Führer” (así lo apodaban, simplemente doy cuenta) Óscar Ornelas Küchle, un adusto abogado que impartía la clase de Teoría del Estado, con el horrible libro de texto que produjo José López Portillo, que con todo y todo, llegó a ser presidente de la república de 1976 a 1982, dejando al país en un grito y con su amigo Ornelas en la gubernatura.
Tengo buen recuerdo de la plantilla de maestros. En esa época era gran mérito que los profesores asistieran a cumplir con sus horarios y que, además, declamaran bien a José Tena Ramírez, Gabino Fraga y Raúl Cervantes Ahumada, entre otros notables profesionistas.
A este último, en un acto de desmesura estudiantil, le apodaban “el Han Kelsen mexicano”, y entiendo que eso lo hacía feliz. A Óscar Ornelas lo animaba una dosis de apertura académica, y dos o tres veces al año invitaba a maestros de la Ciudad de México y hasta extranjeros cuando esto se podía. Además publicaba la revista Lecturas jurídicas.
Fue así que el que esto escribe conoció a Raúl Cervantes Ahumada, experto en derecho mercantil, autor de la obra Títulos y operaciones de crédito, y en ese tiempo consultor de México para la creación de un mercado común con los países centroamericanos.
Cervantes, un hombre nacido en Sinaloa y simpatizante del vasconcelismo, fue emérito por la UNAM. Aquí se mostraba entusiasmo por sus conferencias. Era muy obeso, por cierto, y eso lo distinguía ante los demás, a primera vista. Los alumnos de bromas pesadas que nunca faltan (antes de que apareciera con el nombre de bullying) lo investigaron con ese motivo, en tiempos en que la gordofobia era tolerada y no se corría el riesgo de la acusación por discriminación. Por esa vía nos enteramos de una anécdota de nuestro notable huésped académico.
Contaba la leyenda estudiantil que Cervantes presidió un jurado para titular a un joven de nombre José Jácquez Medina, al que ahora se le podría catalogar de “mirrey” por las influencias que disfrutaba y que quería hacer valer para aprobar el examen sin contratiempos, convirtiéndose en flamante licenciado en Derecho. En otras palabras, había que pasarlo a como diera lugar.
Las crónicas de esto cuentan que el examen fue un desastre y que Cervantes tuvo que entrar al quite para consumar el favor, y todo lo redujo a que el alumno contestara el nombre de un destacado jurista. Reproduzco el presunto diálogo:
—Que diga el sustentante el nombre del jurista conocido por ser autor de la Teoría pura del derecho –preguntó el maestro.
Incómodo, el alumno guardó silencio por largos instantes.
—Nació en Viena, recuérdelo –agregó Cervantes, dándole una pista.
Como el alumno tampoco respondía, el maestro lanzó otra pista:
—¿Cómo me apodan aquí en la Facultad de Derecho? ¡Dígalo! —lo conminó el sinodal—. Dígalo sin ningún problema.
El alumno contestó que no podía decirlo. A lo que de nueva cuenta Cervantes lo animó:
—¡Dígalo, dígalo, sin problemas.
Entonces el sustentante se atrevió:
—La Morsa, maestro.
Y aquel alumno, con su título bajo el brazo, se convirtió años después en próspero abogado y en diputado del PRD.

