Amo la libertad, sí,
que es la creación de las cosas
y de leves, inexplicables
razones me ilumina
—Verónica Volkow
Esa noche de jueves me encontraba en el teatro. El Enemigo del pueblo de Ibsen planteaba la mera posibilidad de que una misma pregunta tuviera dos respuestas éticas contradictorias. En eso, me estruja un mensaje fatal en el teléfono celular: “murió Enrique Servín”. La noticia fue suficiente para convertirse “en el murmullo del viento que con su ruido monótono meció en mi alma cansada negras cuitas”, en palabras de un escritor que ni caso tiene nombrar.
Primero, la incredulidad –¡no puede ser posible!–, luego la certidumbre de una fatalidad que se adelantó caprichosa y me invadió la tristeza, el coraje, el sentimiento de impotencia que da paso a las lágrimas, de inicio sofocadas y luego líquido salado que quema la cara.
Pasé una noche de insomnio y reflexión. Sé reconciliarme con las ausencias que nos deja la muerte, pero con las de esta impronta no. Enrique Servín fue, en el profundo sentido de la palabra, un hombre bueno, sabio y humanista casi al natural. Poeta de gran talla y amigo entrañable que no necesitaba de la asiduidad para contabilizarlo en el haber de lo filial, esa hermandad misteriosa que amalgama a hombres y mujeres y que se está extinguiendo en el mar de las naderías.
El “sembrador de yerbabuena” ya no está entre nosotros, la cultura lo pierde en el océano infernal de la violencia que sepulta a Chihuahua y a México. Era un hombre grande en el paisaje urbano de nuestra ciudad y en las montañas, los desiertos y las llanuras. Sostengo que sin haber renunciado a lo mejor de la Ilustración, se le plantó enfrente a la hora ineludible de defender culturas y lenguas ancestrales de los propietarios originales de Chihuahua, donde deja muchos hijos e hijas a los que hará falta, pero a los que les enseñó los caminos abiertos hacia el futuro en un mundo aciago que padece una globalidad imperial depredadora que sólo levanta templos al dios del dinero, el poder y la banalidad. Él se fue, se queda en sus obras y en nuestros corazones. De ahí ninguna mano homicida lo podrá mover o borrar nunca, nunca. Al mundo mejor –posible, además– se llega sembrando el bien, la yerbabuena que en el lenguaje de Servín, en su poema, viene a ser la utopía, tan negada como necesaria. Lo digo con sus palabras:
que alguna vez el mundo fuera así
tranquilo, fresco, propicio
que una brisa esparciera la fragancia benigna
y el olor de esta tierra fuera un presentimiento
que este tiesto sencillo se extendiera al desierto
como una nueva patria al pie de los mortales
Para remontar hasta allá nos faltan muchas leguas y enormes faenas. Cuando Víctor Hugo dijo ante la tumba de uno de los grandes novelistas que “de ahora en adelante, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino de los que piensan…” renovó el trazo de un ideal que, lo lamento, está lejos de hacerse realidad pero que en la memoria nunca se debe borrar.
Murió Enrique Servín y seguimos padeciendo un gran malestar en la cultura: la gran soledad que no es sólo ausencia de compañías de los otros, sino el macilento convivir en una sociedad fantasmal en la que la gente no comprende lo que se está diciendo por la propia gente y por la realidad misma. Aquí hasta las piedras gritan que hay que empezar de nuevo y que no hay más ruta que la cultura en su sentido más profundo de elevación del espíritu humano.
Ni todos los sentidos de las estrofas y las interrogantes planteadas por Raymond Queneau en “Sorda la noche está” tienen hasta ahora solución entre nosotros:
Sorda la noche está sorda la niebla
sordos el monte el pájaro y el agua
sordo el martillo sobre sorda fragua
sordo el mar el búho y la tiniebla
Ciega la noche está ciega la ruta
ciegos los pámpanos la mies y el fuego
ciego bajo la tierra el topo ciego
ciega la almendra dentro de la fruta
Muda la noche está mudo el lamento
mudos los pájaros en pleno vuelo
muda la claridad del mudo cielo
mudos el bosque el río el grito el viento
Enferma está la noche enfermo el día
enfermas rocas bestias y llanuras
enfermos rostros y caricaturas
enferma la idiotez que desvaría
Pero ¿Quién ve?¿Quién habla?¿Quién escucha?
No saldremos jamás de esta postración si no damos puntual respuesta a estas preguntas y nos ponemos de pie. Por Enrique Servín, por su sacrificio contenido en dos riberas: la de la bondad con hondura de lo mejor de nuestra cultura y la otra, la del odio.
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La ilustración que acompaña a este texto pertenece al pintor y diseñador Andrés Rodolfo Monge Sosa.