Columna

Íngrima y Saudade

 

vaso de los sedientos

que jamás se sacian

—Lêdo Ivo

 

 

En “El Otro, El Mismo”, Jorge Luis Borges evoca al pensamiento griego: el nombre es arquetipo de la cosa: “en las letras de la rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Nos recuerda a Platón y al olvidado Cratilo. Es un tema de la filosofía, pero más una materia que ocupa el canto de la poesía que cala más hondo en lo conjetural, lo difícil, lo que se nos presenta insondable para navegar en el mundo.

Hace unos días, hurgando en el pensamiento de Ignacio Ramírez, me encontré de nuevo dos palabras que me gustan, que tiene la virtud de decir mucho, plásticas, virtuosamente equívocas: íngrima y saudade, ambas de muy raro uso en nuestro español, creo que casi extrañas. Suenan bien al oído y producen sensaciones electrizantes, al menos a mí.

Íngrimo es el solitario, el abandonado, el que carece de compañía. Quizás por eso en su origen fue “lo escarpado” que no invita a los pares a celebrar la ceremonia de la amistad en todas sus dimensiones, hasta llegar a la solidaridad y el amor completos. Aquí aparece la arquetípica palabra del nombre, las grafías de saudade: es la soledad, la nostalgia, la añoranza, significados que no adosan la profundidad a la que invita el nombre, la palabra, pienso.

¿Caminar por una calle o senda íngrima? ¿Devanar el alma en la salmuera de la saudade? Los portugueses lo saben bien. Pessoa lo esculpió y le reprocharon decadentismo, ¿quiénes más?

En su poesía los lusitanos lo expresan. También, los poetas de Brasil, vienen de un tronco cultural de muchas raíces hendidas a profundidad y ramas extendidas por el mundo y tienen causas para padecer soledades y nostalgias. Detengámonos en algunas figuras del grande Brasil:

Manuel Bandeira afirma:

“¿Qué importa el paisaje, la Gloría, la bahía, la línea del horizonte?

— Lo que veo es un callejón”.

A su vez, toma la palabra y reprocha así al olvido, Carlos Drummond de Andrade:

“Olvidar, el otro nombre

del oficio de perder.

Una inútil linterna

yace en cada caverna”.

Vinicius de Moraes –cuando no pensaba en la Chica de Ipanema, o quizá por eso– precisó que hay un momento:

“De repente, no más que de repente

Se volvió triste el que era amante

y solitario el que fue contento”.

Finalizo este recorrido, fugaz, con la voz de Ferreira Gullar que aporta la cantera de la ciudad -entre el cielo y la tierra-, las cosas perecederas o eternas como la risa, la palabra solidaria, la mano abierta, el olor de “tu” cabello en mayo. Cosas que nos dice el oriundo de Sao Luis do Maranhão son de carne, inciertas en el tiempo, dispersas que habitan el mercado, las oficinas, las calles, el hotel de paso, de todo lo que escriben los periódicos y son difíciles para la poesía, pero -“en las letras de la rosa está la rosa”- postula en su poema “Cosas de la tierra”:

“Más es en ellas que te veo latiendo,

mundo nuevo,

aún en estado de sollozos y esperanzas”.

Si tuviera que escoger una sola palabra de estas dos, me quedaría con saudade, me dio la clave de esta elección el Diccionario de Autoridadesdedicado a Felipe V. Ahí se lee (transcribo alterando el castellano antiguo):

“Saudades el amor con fuerza imprime

dentro del corazón del mundo triste”.

Y es que no somos nosotros, es el mundo y por eso es nostalgia de un tiempo que probablemente nunca existió.

En aquellos años -han pasado casi trescientos- nuestros gramáticos ancestrales reconocieron en el saudade una voz del Portugal profundo y encontraron que es el “finísimo sentimiento del bien ausente… con deseo de poseerlo”.

Por eso me quedo con saudade, aunque la senda se agreste. Entre tanto, continúo con las búsquedas de la nigromancia liberal.

 

 

–––––––––––––

– Borges, Jorge Luis. El Otro, El Mismo.Obra Poética, EMECE Editores, Buenos Aires, 1989.

– Flores, Miguel Ángel. Más que un carnaval, Antología de poetas brasileños contemporáneos.Editorial ALDVS, México, 1994.

– Diccionario de Autoridades. Edición en Facsímil de Gredos, Madrid, 1990, TIII, p. 54 de la letra S.

– La imagen que acompaña a este texto corresponde a la pintura Autómata (1927), del pintor estadounidense Edward Hooper (1882-1967).