Todos lo sabemos, es una obviedad: Emilio Lozoya sería nada en el escándalo de corrupción sin la caterva de políticos que dominaron a México durante los gobiernos anteriores al de López Obrador. Lozoya es el camino que conduce a Peña Nieto, a Videgaray, a tantos otros que saquearon al país y que viven y disfrutan de la impunidad. Y si bien es cierto el castigo político ya lo padecieron en 2018, el de la justicia empieza a correr con lentitud y tropiezos. Tendrá que ajustarse a la ley, aunque la ley parece estar hecha para garantizar el régimen de corrupción que ha imperado.
Mientras muchos mexicanos y mexicanas por delitos ínfimos están en cautiverio en las prisiones federales y estatales, a Lozoya se le trata con mano de seda, se le atiende en un hospital de lujo, no ha ido a la cárcel, es muy probable que disfrute del confort de su casa y se moleste dos veces al mes para estampar una firma y gozar de las buenas defensas que los contribuyentes pagan para que los corruptos se deleiten.
Nos ofrecieron barrer la escalera de arriba para abajo, y aunque Lozoya no fue de los de más arriba, sin duda estaba en el séquito de los grandes corruptos del país.
Ya nada más falta que Lozoya, a la postre, quede libre. Sería como aquel gatito que caminó de puntitas por un lodazal y no se ensució sus pies de barro.
Que quede claro que no soy un defensor a ultranza de las prisiones y las penas corporales privativas de la libertad, pero no dejo de ver una justicia que se quita la venda de los ojos para beneficiar a los potentados y se los tapa cuando se trata de cualquier hijo de vecino.
Razones hay para continuar insistiendo en el establecimiento de un Estado de derecho.