Columna

Camargo en una fotografía y un retazo de infancia

Hay en esta fotografía un retazo del tiempo de mi infancia. Mejor será decir, nuestra infancia, pues no transcurrió en soledad. Por una especie de ley de la acción recíproca, todos los que quedaron congelados en este recuerdo nos autoconstruimos, y algo llevamos consigo los unos de los otros, aunque sus nombres se hayan erosionado en la memoria.

A mediados de 1959 fuimos los egresados de la Escuela Primaria Miguel Hidalgo No. 212 de la ciudad de Camargo, Chihuahua, establecida en una finca de gruesos adobes de paredes enjalbegadas. La finca tenía un frente interno que separaba dos patios con pisos de terrado, los muros eran altos, las ventanas muy grandes, abovedadas en ladrillo y sin enrejados. Durante las vacaciones, el edificio de la escuela entraba en clausura y se saumaba con ramas de guamis para evitar, decían, que los murciélagos ocuparan el sitio reservado para el alumnado. Había temor a los vampiros.

Eran, además, el remanso donde sus vigas de álamo recibían con rigurosidad matemática a las golondrinas, que por cierto se han alejado de muchos de nuestros lugares.

En el patio grande, la cancha de básquet y los jugadores descalzos, rebotando una pelota con muchos parches. La inundación del lugar y el lodo barroso no impedían practicar el deporte y convivir, las más de las veces, de manera fraterna. Ahí disputé a golpes con otros, diferencias fútiles y de la gresca me salvaron mis hermanas.

Empezaba Eros, además, a realizar su obra ineluctable, pero de esto por hoy me reservo, manuela continúa exigiendo mucho respeto y no seré yo quien cometa la falta de la indiscreción.

¿Dónde estará Carolina, dónde La China, dónde Idolina?

En los salones habían mapas colgados que aún mostraban un mundo plagado de colonias y protectorados ingleses, holandeses, franceses, belgas. Un lugar especial lo ocupaba el destartalado piano vertical con el que entonábamos el himno nacional y algunas canciones del folclor mexicano. Visitar los sanitarios era como viajar a un infierno escatológico.

Hoy que se discute y riñe por los libros de texto gratuitos y la nueva escuela mexicana, he de decirles que formamos parte de la última generación sin los primeros. Luego llegaron con el gobierno de López Mateos (ya no me tocaron) que inició en 1958, presidente que los encargó a Martín Luis Guzmán, una de las glorias de las letras mexicanas a no dudar.

A los de mi tiempo nos enseñaron a leer maestros que no habían terminado su educación normal, con el método onomatopéyico, con lo que quiero confesar, para todos los fines, que no necesito que me hagan la prueba del Carbono-14, soy viejo, memorioso y no lo oculto.

Me quedó el daño de leer sin dinamismo, más el hábito de la paciencia para hacerlo.

Me dio gusto obtener esta fotografía hace unas cuantas semanas, me la obsequió Mara, mi querida vecina de Camargo, que fue esposa del ingeniero textil Rafael Navarro, algún tiempo director del Tecnológico de Chihuahua, que recientemente celebró sus 70 años. Gusto y tristeza a la vez, pues recuerdo todas las caras, pero no todos los nombres de 52 alumnos y alumnas, en las que se advierte una disparidad que marcaba aquellos tiempos. En la foto estábamos 36 varones y 16 mujeres, épocas de desigualdad que se han ido desterrando.

Mi condiscípulo, Chilo, el tercero de derecha a izquierda en la fila de abajo, era sin duda el mejor dotado por una inteligencia notable, por encima de todos. Llevaba grabado en toda su estampa la pobreza de aquellos años. Mostraba su gran vocación por las ciencias y las matemáticas, y atento de la guía del maestro, era el primero en levantar la mano para contestar preguntas difíciles. ¿Qué fue de esa promesa de vida notable? Lo ignoro, y cuando me pregunto, hasta cuándo seguiremos malbaratando talentos, algún autor cuyo nombre no recuerdo se preguntaba: ¿cuántos Renés Descartes caen al vacío en las escuelas y colegios?

Me sorprendió como aparezco en la foto. Verme con cabellera bruna y abundante, y de traje y corbata. Lo que habla muy bien del amor de mi madre Hortensia y de mi esforzado papá Carlos. Cómo no recordarlos por siempre con enorme gratitud. Salgo apretando los labios, y eso tiene una explicación: por mi color de piel y lo jetón que soy, sufría de un racismo, siempre subyacente en nuestra sociedad, pero no reconocido. Lo superé el día que una joven me dijo, retrechera, que podía dar buenos besos, pero esa, como comprenderán, ya es otra historia al margen de la conclusión de mi educación primaria.

Y si esta foto tiene corazón, ese corazón era la maestra Eva Barrón Del Avellano, toda ella entregada a la tarea de la educación, con quien conviví el sexto año a su lado. Una mujer de gran bondad, cultura y belleza, de ella he dicho en varias ocasiones que tiene, si el tiempo lo manejo discrecionalmente en presente, nombre de “remota novela”, palabras que tomo en préstamo a Ramón López Velarde, de quien en el patio escolar escuche, una y otra vez, la “Suave Patria”, obra con la que se quiso hacer del zacatecano, cabeza del nacionalismo revolucionario, cuando en ella hay otras claves.

Para mí, en esa escuela se inauguró un compromiso con los desvalidos. Ahí me llegó el aliento libertario y discreto del profesor Edmundo Porras Fierro, un socialista hermano de liberales que se congregaban en derredor de la fragua de la ciudad.

Habíamos estado en una escuela para pobres y con maestras de vocación comunitaria, algo que ahora se nos quiere vender como una novedad, no obstante su vasta historia que amasa una cultura en la que se mezcla religión, costumbres, tradiciones, solidaridades y festividades de cualquier tipo.

Era el Camargo rural que aún prevalece, que se ha quedado atrás en el desarrollo económico, que en un tiempo fue industrial, con agricultores de mucha estirpe, que empero ha dado artistas de renombre. Toda la atmósfera de Camargo, su geografía, sus ríos, su gente, parecen estar calcados no de una novela costumbrista sino de carácter.

En algún momento, Borges lo digo en Everness: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido”.