Tradicionalmente, sectores muy amplios de la prensa mexicana han profesado, casi como un acto de fe, que los gobiernos han de sostener su permanencia mediante el pago de publicidad a cambio de informar, positivamente, sobre sus actividades. 

Ha sido una relación longeva que se ha mantenido desde tiempos remotos en la que, mientras ese tipo de medios da por sentado que los poderes públicos son los primeros obligados en alimentar su existencia al conservarle una imagen frente a los gobernados y votantes, los jefes de gobierno se sienten seguros al amparo de una prensa amiga que le garantiza cierta continuidad. 

Pero hay algo elemental que ambos olvidan y es que se trata de dinero público, de recursos de los contribuyentes los que se utilizan para proteger sus nexos. Cuando ese flujo falla o se quiebra, empiezan los problemas para ambos.

Y es una relación perversa porque los destinatarios últimos de ese idilio, los lectores, los ciudadanos, ignoran cómo se ve comprometida la fidelidad de la información por los arreglos privados de los medios con los gobernantes que aparentan transparencia porque sólo, en ocasiones, dan a conocer el monto económico de esos vínculos. Y es cuando la especulación se esparce y se nubla la verdad, premisa mayor del buen periodismo.

En ese contexto sólo un puñado, los de a pie, los que han concientizado aquello de que el periodismo es una profesión no apta para hacerse rico ni convertirse en rock star, navegan en las aguas picadas de un mar de información que, como ha dicho alguna vez Ramonet, está plagada hoy de gran polución, especialmente con al asalto del mundo digital a los medios de información, y viceversa.

Ahí es donde se inscribe la existencia de ciudadanos que, hartos de observar cómo los gobiernos manipulan a ciertos medios (y viceversa), deciden hacer algo por cuenta propia. Y justo ahí es donde surgen personajes como Julian Assange, un australiano dedicado a la programación digital que, tras haber creado el sitio web WikiLeaks  y publicado documentos sensibles del gobierno norteamericano, se convirtió en un periodista y activista de internet perseguido por las autoridades de ese país.

Wikileaks es, si se puede decir, una entidad ciudadana autónoma, sostenida por donantes de todo el mundo y apoyado en otros proyectos que comparten su espíritu libertario en el mundo digital. El derecho a informar y ser informado sin trabas y sin fines de lucro es parte de su quehacer que ha puesto de cabeza a diversas entidades de poder, a los sistemas de inteligencia y al militarismo de varios estados del mundo, las finanzas y vínculos inconfesables, incluido El Vaticano. 

Assange ha vuelto a ser noticia recientemente porque Inglaterra, donde está detenido, le negó a Estados Unidos su petición de extradición y en México –sí, en México– López Obrador levantó la mano para ofrecerle –si se ofrece– asilo político. 

Por supuesto la derecha política mexicana ya censuró el hecho sin tomar en cuenta la generosa tradición mexicana respecto de los refugiados en nuestro país. Cuando se habla del tema inmediatamente se nos viene a la mente el recibimiento del presidente Lázaro Cárdenas de los migrantes españoles, desplazados por la guerra civil que se vivía durante el primer tercio del siglo pasado. También recordamos el asilo a León Trotsky, el opositor soviético de un Stalin que lo persiguió hasta la muerte en Coyoacán, Ciudad de México. A López Obrador se le recuerda por el recibimiento que le dio al expresidente boliviano Evo Morales, un acto igualmente incomprendido por, ese sí, conservadurismo que acusa el mandatario morenista. 

El caso Assange le mueve el tapete a algunos, pero todo indica que las preguntas –no digamos las respuestas– parecen estar en otro lado. Si Assange pisara suelo mexicano en calidad de asilado estaría más en riesgo que el que pudiera sufrir en donde está. Nadie garantiza que los secuaces del gobierno norteamericano que operan en México pueden poner en riesgo su integridad y, yéndose más allá, sustraerlo del país para presentarlo ante la “justicia” gringa. No es lo mismo, pues, darle la bienvenida a Evo Morales que a Julian Assange, quien hace ocho años ya estuvo una temporada refugiada en Ecuador. 

Otro aspecto es que López Obrador ha mostrado una cara contradictoria al ofrecerle asilo al creador de Wikileaks, porque antes había sostenido ser un ferviente partidario de la no intervención en asuntos de política exterior. Pero nadie olvida, por ejemplo, que aunque México ha mostrado una larga tradición de respeto y asilo a los refugiados, hizo uso de la Guardia Nacional para frenar la llegada de migrantes a Estados Unidos, obligado por las amenazas arancelarias de Donald Trump. 

Nadie olvida, tampoco, los constantes gestos de reconocimiento del presidente millonario a las faenas de la Cuatroté contra los migrantes que ingresaron por el sur de México. Y no sabemos qué tanto le importa a Trump, a estas alturas, el gesto de su amigo AMLO por el ofrecimiento a un prófugo de su justicia. Y nadie olvida que el presidente mantiene una relación amor-odio con la prensa: dice respetar la crítica, pero la censura y “regaña” públicamente de manera constante. 

Quién sabe qué pasaría si Julian Assange fuera mexicano, es mera especulación. Imagine usted a Juliancito revelando documentos comprometedores del poder actual mexicano, las corruptelas no castigadas de los Bartlett, el dinero público entregado al hermano del presidente, las licitaciones petroleras a una prima suya, las andanzas de muchos gobernadores, como el de Chihuahua, en cuya oficina de Comunicación Social la corrupción sigue sin barrerse. Todo eso lo hemos sabido por la prensa comercial, la que cobra publicidad para subsistir y mantener a sus plantas de reporteros que hacen posible saber este tipo de noticias. 

Si Julian Assange fuera mexicano…