Columna

Muere Francisco en medio de una crisis de la Iglesia Católica

El mundo católico está de luto por la muerte del jesuita Jorge Mario Bergoglio, conocido como el Papa Francisco. Su muerte involuntariamente contribuyó a sacar del foco de atención a Donald Trump, su rápida firma y sus amenazas arancelarias. Quizá por eso se apuntó para acudir al funeral del próximo fin de semana. Es mucho soñar que le nieguen la invitación.

Como es natural, ese deceso ha provocado que en medio del legítimo duelo el papel de la Iglesia Católica se ponga en la mesa de la discusión, más allá del simple análisis del legado de Francisco, en especial su sucesión, que se va a dirimir entre conservadores tradicionalistas e innovadores, por una parte, y atendiendo al crecimiento que ha tenido la iglesia en otros continentes como Asia y África, que cuentan con lugares en el colegio cardenalicio en el que está delegada una elección de élite, adosada a una vieja monarquía.

La gran reserva del catolicismo está ubicada en América, fundamentalmente en Brasil, México y Argentina. Ese peso fue decisivo para que llegara Francisco en su momento, luego de que abdicara el oscuro Joseph Ratzinger (Benedicto XVI); y ahora será el argumento fundamental para que no corresponda una designación para algunos de los religiosos de este continente. Por el histórico y cuantitativo papel que han jugado los italianos, no se descarta que estén de regreso. Esto también es parte del debate.

Como quiera que sea, la centenaria Iglesia Católica no ha logrado salir de una crisis profunda, más allá de los intentos que se han realizado a partir del papado de Juan XXIII, sin duda el gran reformador y sostén de un gran viraje posconciliar, truncado por algunos de los que llegaron después.

Esta crisis ha afectado la congruencia e integridad moral de la Iglesia en temas como la pederastia, los abusos, la corrupción, y el propio desapego por las máximas del Evangelio, entre ellas la humildad, que se ha perdido entre el oro y los privilegios –algunos financieros– de los que gozan los jerarcas del Estado Vaticano.

Encara esta Iglesia una fuerte competencia de otras confesiones que surgieron después de la Reforma protestante y que han esporulado por todo el mundo en infinidad de organizaciones a las que se les denomina “sectas”.

Sin duda una reforma en las próximas décadas sería bienvenida por muchos círculos de católicos, y tendría la resistencia de organizaciones de oscura presencia, como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, por poner un par de ejemplos.

Las consecuencias que un cambio de este tipo traerían para México pudieran estar cifradas en que la jerarquía católica convenga en los hechos que nuestro país es laico, y no por ello su gobierno, el de hoy y los futuros, sea enemigo de la religiosidad ni de las iglesias en general. Hemos estado anclados en la vieja disputa de la Reforma liberal juarista.

Hace unos días leí la columna de Gil Gamés, seudónimo del notable escritor Rafael Pérez Gay, que bajo el título de “Adiós, papa, adiós”, encontré este interesante prefacio:

“Gil no quisiera perder tiempo, razón por la cual se declara ateo y anticlerical. No cree en los dogmas de la Iglesia Católica ni en sus creencias irracionales. Gilga descree de la vida eterna y de la resurrección, considera que el infierno no existe y que el diablo es una creación abusiva de la malversación de la fe. Gamés sabe que escribe esto en un país mayoritariamente católico, pero de la misma forma está convencido de que las minorías pueden expresar sus opiniones”.

Se aprecia la sinceridad con que lo dice, e incluso me sentí personalmente identificado. Empero, me parece que es una salida fácil para evadir el debate principal y que quizás no nos atañe directamente. Aún así, no puedo menos que suscribir que cuando el Papa Francisco vino a México, sólo culpó al Diablo de nuestros males, cuando aquí bien sabemos, los católicos y los que no lo somos, que ese Diablo tiene muchos nombres.

Por eso, y aunque nunca llegó al papado –qué bueno–, he preferido leer algunos de los más brillantes textos del teólogo Hans Küng, que puesto en la pista de haberse convertido en Papa, o contendiente para el cargo, prefirió hurgar con hondura en las mejores máximas del Evangelio, abandonando los proyectos de poder.