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En ocasiones me han comentado, cada vez menos, qué significó el cambio en la Secretaría General de Gobierno del cacicazgo Duarte, dejando a un lado a Raymundo Romero para que su cargo lo ocupara el actual titular Mario Trevizo Salazar, maestro y director de la Facultad de Derecho de la UACH, exdiputado local, expresidente del CDE del PRI, titular de la rimbombante Consejería Jurídica, y hoy con la encomienda apuntada. Afirmar algo al respecto, es correr el riesgo de que deslizar el pincel para dar un matiz prácticamente imperceptible. En otras palabras, son lo mismo, y la causa de esto es que a la sombra de una tiranía nada puede florecer, suponiendo que esa posibilidad exista.

Hay una conseja que dice que el lugar más oscuro es el que está en la planta baja del faro. No significa esto que de Duarte brote alguna luz, sino que por el brillo que él paga para que se adose a su persona, lo opaco se convierte en sombra que no nos permite ver el papel de los integrantes de su burbuja. Pero esto, al detalle, es muy difícil saberlo y caer en lo conjetural que deriva de observar los hechos nos puede llevar a ensayar un manojo de conclusiones. En primer lugar quiero hacer una recomendación: le sentaría bien a Mario Trevizo Salazar leer la reciente novela hebrea Las buenas personas de Nir Baram, que no ha mucho apareció en español bajo el sello editorial de Alfaguara y que trata sobre el nunca extinto género del entronizamiento del nazismo y su ocaso a manos de los aliados que lo derrotaron. El por qué de la recomendación radica en que a lo más que yo he escuchado es que Trevizo Salazar es una buena persona, lo que no significa que esté animado por una ética republicana, por valores que se traduzcan en compromisos para resolver problemas en favor de la sociedad, y lo que se pueda agregar en una dialéctica de buenas intenciones. Nada de eso. Lo que se quiere decir es que es un hombre sin las cargas que hacían infumable a su predecesor por el troquel del viejo PRI con que salió de la fragua, el mismo de su jefe, por cierto, pero a la hora de hacer el balance, igualmente servil y manchado por sus faenas en favor del peor gobernante que ha tenido Chihuahua a lo largo del último siglo, si no es que más.

Volviendo a la línea de Las buenas personas, se trata de un personaje disciplinado a las órdenes de su jefe, sin rangos de autonomía, sin voz, y seguramente desentendido del estigma que cargará de por vida por colaboracionista de una tiranía. Probablemente no le importe y también quizá tenga el lenitivo de que está cumpliendo con su deber, como las buenas personas que formaron la burocracia del crimen durante el nazismo hitleriano y que después pusieron ojos ciegos y oídos sordos tanto a su pasado como a los crímenes que sobrevinieron y que ya no dañarán ni la propia conciencia, ni el cómodo retiro.

Cuando Raymundo Romero llegó todos estábamos enterados que él ya sabía lavarse las manos con agua sucia; las buenas personas del tipo de Trevizo Salazar simplemente empiezan el proceso de aprendizaje intensivo y le sirve de lenitivo ante la sociedad lo que la gente supuso que era, erróneamente.

Esa buena persona es el encargo de la política interior y el que ayer, a la hora de la Segunda Barrida de la Corrupción en Chihuahua permitió, y hasta quizás ordenó, que pusieran unos pegotes calumniosos sobre la banqueta por donde pasamos nuestras escobas. Como los criminales de guerra, en el futuro puede decir: yo simplemente cumplí las órdenes.

La mano duartista mece a El Heraldo

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Lo dicho: una parte del periodismo en Chihuahua no sólo está en crisis, sino que la propicia, aliado con la tiranía gubernamental, en este caso la duartista, que paga onerosamente el lavado de cara cotidiano que le brindan algunos medios, contra todo y contra todos aquellos y aquellas que se atrevan a cuestionar las decisiones del poder, así sean una burla (minigubernatura) y un agravio (enviar golpeadores del PRI para tratar de acallar a los opositores y acusar a éstos de vandálicos).

Para la profesora María de Jesús Casals (Universidad Complutense de Madrid) “…la columna periodística es el continente de muchos y variados egos cuya misión es tan agotadora como el querer ser joven eternamente: informar, orientar, entretener, deleitar, convencer, persuadir y estar en posesión de la verdad”. Para la titular de la carrera de periodismo en aquella universidad europea, como las que les gusta a los directivos de El Heraldo, “el columnista no es un embustero por definición (…) pero sí le han hecho creer que es inmarchitable, que su opinión es la mejor de todas las opiniones…”.

En 1994, después del alzamiento zapatista, un periodista chihuahuense que trabajó para un diario de cuyo nombre no me quiero acordar, decidió revelarse como el autor de una columna que escribía para su rotativo. ¡Fuera máscaras!, dijo, y luego dio la cara por lo que escribía, aunque no estuviésemos de acuerdo siempre, hasta el día de su muerte, hace más o menos una década.

Detrás de esa máscara, que no se usa como un símbolo como alguna vez lo hicieran los alzados de Chiapas, se escudan los columnistas de Ráfagas, desde cuyo anonimato resulta fácil arrojarnos todo tipo de epítetos y hasta se dan el lujo de nombrar un ganador, como si de una competencia se tratara. Esa columna sigue “pensando” que las protestas de Unión Ciudadana son un performance, que ir hasta la oficina de un funcionario es una “invasión”, que entregarles una carta es un insulto, que cuestionar a un funcionario es una falta de respeto.

No cabe duda que la nómina de César Duarte pasa regularmente por las oficinas de El Heraldo, que lo mejor que puede hacer es quitarse la máscara, revelarse, transparentarse pues. Ese periodismo caduco, tan obsoleto como el que defiende la idea de que lo que no pasa en El Heraldo no existe, ya no vive más. El Heraldo camina en la proporción que camina el duartismo, aún cuando la involución sea su ruta. El periodista debe dar la cara por lo que escribe. La imparcialidad (moneda de cambio de las buenas personas) ya no es bandera para el periodismo actual, menos en una sociedad altamente polarizada por un periodismo que sólo sabe ver amigos y enemigos y no personas en conflictos de mayor envergadura, como el de un pueblo que se resiste a ser sometido a la corrupción y a la impunidad. En El Heraldo lo más que exhiben es la mano para que se las unte César Duarte Jáquez. ¿Qué sería de El Heraldo en un gobierno democrático? Tal vez a El Heraldo no le gusta la democracia, sino la mano duartista que lo mece, suave y munificentemente.

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Nota: Según expertos, después de la contingencia en los servidores en que se alberga este sitio web, seguimos siendo blanco de ataques cibernéticos. Por lo pronto, seguiremos actualizando algunos contenidos que nos fueron eliminados el fin de semana y ayer lunes.